—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

El regreso del pasado (1)

Una semana de infarto – tercera parte
(¿Quieres leer antes la primera parte…?)

versión
completa

Nueve y media de la mañana del martes. Don Faustino acude a la sala de profesores del Instituto. Allí está esperándole el inspector Cañeque con la mano extendida y una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Cómo está el viejo profesor?
—Jodido, Cañeque, bien jodido. Uno ya no está para estos trotes… En realidad uno ya no está para nada.
—Dígamelo a mí, don Faustino. El día menos pensado me disecan y me ponen de florero en la Comisaría. ¡Qué lejos quedan ya aquellos tiempos de Alcorcada!
—Cañeque, mal le van las cosas cuando tiene que remontarse a días tan lejanos…
—Qué va, sigo haciendo lo mismo de siempre: paso las horas tomando declaración a chorizos, mangantes y gentes de mal vivir.
—¡No lo dirá por mí!
—No, por dios. ¿Puedo fumar?

» En el Instituto hay varios comandos pajinianos disfrazados de sonrosados profesores y alguna menopáusica maestra que se pasan todo el día oliendo el aire que respiran en busca de algún rastro de nicotina.

Don Faustino soltó una carcajada que debió oírse en dos kilómetros a la redonda.
—Se encuentra en territorio comanche, inspector. En el Instituto hay varios comandos pajinianos disfrazados de sonrosados profesores y alguna menopáusica maestra que se pasan todo el día oliendo el aire que respiran en busca de algún rastro de nicotina. Si le pillan le puede caer una denuncia que acabará con el poco prestigio que aún le queda…
—No me apetece salir a la calle con el frío que hace y necesito un pitillo como el comer. Ya es tarde para desengancharme del vicio… ¿Puedo ir al servicio de los profesores a fumar el cigarrito?
—Vaya y écheselo con cuidado, Cañeque… La policía vigila… Le espero aquí.

El inspector Cañeque era un viejo conocido de don Faustino. Sus trabajos tan dispares apenas les hacían coincidir en la vida social de Mospintoles. Sólo se veían casualmente y muy de tarde en tarde. La última vez hacía casi un año. Casi siempre mantenían el mismo ritual: acudían al Bar Manolo y disputaban una partida de ajedrez con una jarra de cerveza que pagaba quien perdía. Luego charlaban un rato sobre cualquier asunto menos uno: aquellos tiempos de Alcorcada en que, por razones poco gratas, ambos se conocieron.

El veterano policía era un tipo pintoresco: alto, delgado, con un bigote muy expresivo que casi le tapaba la boca. Su gesto más característico era asomar el labio inferior entre aquella mata de pelos grises y largos y soplar hacia arriba. Su aspecto cordial y hasta chistoso solía engañar a la gente que lo trataba, sobre todo aquella con la que se jugaba la vida. Su hijo mayor también era policía, concretamente subinspector, y hacía poco había intervenido en el triste caso de Francis, el histórico ex jugador del Rayo. Algunas personas confundían al padre con el hijo pues no es frecuente que en una Comisaría trabajen dos miembros de la misma familia. Don Faustino no conocía al hijo pero en esta ocasión habría preferido que le tomara declaración sobre el suceso ocurrido en el Instituto el día anterior en vez de hacerlo el padre.

Mientras el inspector se fumaba un pitillo clandestino en el servicio de los profesores, el viejo profesor no pudo impedir que su memoria volviera a remontarse hacia los años en que estuvo destinado en Alcorcada, la ciudad vecina a Mospintoles. Llevaba semanas martirizándose con los recuerdos de aquel tiempo tras la conversación mantenida una noche en el Asador Castilla con sus amigos Ricardo y Manolo. Un tal Melitón tenía la culpa y una estafa inmobiliaria que nunca llegó a aclararse. Fue precisamente por ese lance cuando don Faustino conoció al policía Cañeque. Al padre, claro.

—Amigo, le han desplumado como a una gallina antes de guisarla en pepitoria. No es el primer caso que vemos por aquí. Se acabaron los tiempos de vacas gordas y nada más terminar los fastos y los enjuagues del 92 toca ahora pasarlas muy putas. Perdone que le hable así, de manera tan franca, pero para qué vamos a andarnos con paños calientes.
—Yo también me andaré sin rodeos. ¿Cómo es posible que a plena luz del día una pandilla de mafiosos disfrazados de inmobiliaria se hayan quedado con los ahorros de varios miles de aspirantes a tener un piso y nadie sepa nada sobre su paradero? Como si se los hubiera tragado la tierra…
—Este país, con democracia o sin ella, sigue siendo el reino del trinque y el mamoneo. Se lo dice alguien que, por su profesión, conoce muy bien el paño. Los próximos años van a ser muy duros y complicados. Saldrán numerosos casos de corrupción originados a partir de un ciclo económico de bonanza que ya se ha ido al garete. Sí, vienen malos tiempos.
—¿Entonces para qué vamos a perder el tiempo hablando sobre lo sucedido?
—Cosas de mis superiores. Saben tanto que nunca se enteran de nada. Usted es profesor y funcionario. Supongo que estará acostumbrado también a este tipo de jefes. Me han ordenado hacer el paripé entrevistando a algunas de las víctimas de esta estafa para luego dedicarnos a cosas mucho más importantes. Me sincero con usted porque, al fin y al cabo, trabajamos para los mismos caimanes…
—Señor Cañeque, está usted más quemado que el palo de un churrero…
—Me sobrevalora, profesor. Sólo soy un cínico, deslenguado y pobre policía que ve cómo en las alturas y en las cloacas se lo están llevando calentito mientras que gente como usted o yo las pasamos canutas todos los días por intentar hacer un trabajo honrado.

Aquel fragmento de conversación siempre acudía a la memoria de don Faustino en los momentos más complicados o frustrantes, aportándole la fuerza que necesitaba para superarlos. Sí, Cañeque era un poli serio y cabal que siempre se ponía en la piel de los más débiles, aunque para ello tuviese que bordear la propia ley o mostrar una actitud histriónica que sus superiores censuraban ostensiblemente. Ahí llegaba de nuevo, resoplando contento porque se había saltado la ley sin haber hecho daño a nadie. Como un niño.

* * * * * * * * * * *

—¿Y me ha dicho que viene de parte del señor López?

Aquel minúsculo hombrecillo, cuyo abrigo abultaba más que él mismo, asintió con la cabeza.
—Señor Remigio, López se ha interesado desde el primer momento por el estado de salud de su hijo y desea hacerle llegar a través de mi persona que está dispuesto a pagar toda la atención sanitaria y los gastos consiguientes que precise Julio. Lo hará porque es usted un empleado ejemplar y porque su hijo merece llegar a ser una figura del Rayo.
—Sabe el presidente que siempre he estado a su disposición, desde hace muchos años, y que mi interés es seguir en esa actitud.
—Me ha dado este sobre cerrado para usted. Ábralo con cuidado para no romper lo que hay dentro. Le pide que mantenga un prudente silencio hasta tanto se aclare la situación. Permanezca alejado de los focos, por favor. Hay personas que quisieran ver al señor López y al Rayo hundidos en la miseria y van a intentar aprovechar su incidente de ayer para desprestigiar al club y al presidente.
—Lo del Instituto es un asunto exclusivamente mío.
—Lo sabemos, Remigio, pero comprenda que su intento de agresión con una navaja a varios profesores del Instituto ha creado una gran alarma social. En las primeras horas los rumores se han disparado y ya hay gente diciendo que usted trabaja para el Rayo y que ha creado una peña ultra con el consentimiento de López. Todos esos rumores, no del todo ciertos, son muy contraproducentes para los intereses del equipo, de la directiva, del presidente y de la misma ciudad.
—Como le pase algo a mi hijo o no logre recuperarse, ni López ni nadie van a impedir que yo me cargue a ese niñato de mierda disfrazado de profesor. Dígaselo muy clarito al presi. Él me conoce muy bien y sabe que lo que prometo lo cumplo.
—Esto que me está diciendo no le va a gustar nada.
—Me importa un carajo, correveidile. López sabe que conmigo no se juega. Llevo muchos años a su servicio como para que aún no conozca de qué pie cojeo.

* * * * * * * * * * *

La reunión había sido una perfecta encerrona. Carlos, el profesor de gimnasia, había acudido puntualmente a la sede de la Consejería de Educación (situada en Madrid capital) en donde estaba citado para tratar sobre lo ocurrido el día anterior. Fue preparado para lo peor tras el aviso de su director Belmonte, pero la realidad había superado todas las previsiones. Iba pensando ahora en ello cuando se le acercó una chica joven, de cara redonda y pelo corto y negro, un poco rizado. Era mulata y tenía una figura esbelta y proporcionada.
—¡Don Carlos Marfil, perdóneme, desearía hablar con usted! ¿Puede concederme unos minutos?

El joven profesor levantó los ojos. Mostrándole una dentadura blanca y perfecta que contrastaba con el tono canela de su piel, aquella chica tan agraciada le pareció casi llovida del cielo tras la endemoniada reunión que acababa de tener.
—Me llamo Susana Crespo y trabajo para Radio Mospintoles y varios medios escritos.

Minutos más tarde el profesor y la periodista estaban sentados en una apartada y discreta mesa de una cafetería cercana. Durante un par de horas los dos jóvenes estuvieron hablando sobre la agresión en el instituto y sus consecuencias.

» Quizás en el Rayo deberían preocuparse de estas cosas y educar a sus futuras promesas no sólo en el manejo del balón sino también en ser mejores personas.

—No conocía a ese padre. Nunca vino a hablar conmigo. Sí sé que Julio, su hijo, juega en los juveniles del Rayo. Él mismo me lo dijo en el primer minuto del primer día de clase. No sé si era por orgullo personal o para darme a entender que debía tener cuidado con él. Quizás en el Rayo deberían preocuparse de estas cosas y educar a sus futuras promesas no sólo en el manejo del balón sino también en ser mejores personas. Este chaval es un indisciplinado que nunca me ha hecho caso en clase.
—Es posible que en el Rayo actúe, en cambio, con total disciplina…
–sugirió Susana.
—¿Tú crees que este chico tiene una doble personalidad?
—No sé, quizás su propio padre, un forofo al que podríamos calificar de ultra, le ha comido el coco conque su futuro es ser una gran figura del balón y todo lo demás le importa un pimiento.
—El pimiento y el marrón es lo que ahora me estoy comiendo yo, que sin quererlo ni beberlo tengo de uñas al servicio de Inspección. En el Instituto mi nombre va a ir de corrillo en corrillo hasta que a final de curso me largue y a ese descerebrado padre veremos a ver si no le da por volver a intentarlo.
—Si el chaval recibe el alta del hospital y no le quedan secuelas que impidan ser el futuro as del Rayo, y lo que venga después, todo quedará en el olvido.
—¿Y si no?
—Tal como se las gasta ese Remigio, me temo que, tarde o temprano, serás hombre muerto.

(Continuará…)