—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Las putas cajitas blancas (1)

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completa

Las sirenas

El Hospital de Mospintoles se levantó en la zona sur de la ciudad. Cuando las ambulancias acuden a la parte norte todo Mospintoles se entera de que existe una urgencia, pues circunvalar la ciudad lleva más tiempo que atravesarla, aunque a ciertas horas los ambulancieros evitan la zona centro para no quedar varados en un más que probable atasco, motivo por el cual doblan en las inmediaciones del ayuntamiento en dirección Oeste, pasan junto a las oficinas del holding de Industrias López, y giran al Norte en la Avenida Toledo cruzando por delante de los Talleres Matute y el Complejo Deportivo Mospintoles-2 para subir hasta el barrio de San Agustín, donde viven Piquito y Susana. Una vez en el cuadrante Noroeste de la ciudad tienen acceso inmediato a todas aquellas barriadas.

» El aullido de la sirena acercándose se interrumpió bruscamente… A don Faustino le dio un vuelco el corazón.

Este martes, en plenas vacaciones escolares de semana santa, María Reina pudo oír la sirena de la ambulancia desde su despacho del ayuntamiento. Había abierto la ventana para ventilar la oficina tras una tensa reunión en la que se fumó demasiado (saltándose la legislación vigente). Apenas quedaba un mes para las elecciones municipales y María era cabeza de lista por su partido después de unas acres primarias donde había conseguido descabezar a Segis. La victoria interna no fue nada amplia, aunque el sentimiento mayoritario en la célula mospintoleña era la necesidad del relevo. Los estómagos agradecidos que había ido dejando el actual alcalde a lo largo de dieciséis años de mandato también votaron en esas primarias.

María no prestó atención a la ambulancia, aunque por la noche recordaría que había reparado en ella y sin motivo aparente un leve estremecimiento recorrió su espina dorsal, pero había desechado sentimiento alguno de premonición pues un político del siglo XXI ha de ser pragmático.

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López preparaba una sencilla compra-venta en su despacho de la tercera planta. Apenas había allí más que lo indispensable para realizar tareas rutinarias. La gran mudanza a las oficinas instaladas bajo la nueva grada del estadio había comenzado hacía un mes y para la semana siguiente el empresario esperaba haber concluido el traslado y comenzar con los arrendamientos de las oficinas que dejarían libres en el aún moderno edificio de Industrias López&Asociados.

La sirena de la ambulancia no le ocasionó ni el más mínimo pestañeo, pero más tarde recordaría que había dejado de escribir en el portátil y permitió que el efecto Doppler de la sirena al alejarse le llevara lejos de allí a algún recóndito pensamiento del que se deshizo cuando el alarido con que se avisaba de la emergencia cesó de oírse.

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Sebastián Matute, en la puerta de su taller, supervisaba la instalación del gran logo de Mercedes que estaban instalando en aquel momento en la fachada de su negocio. Se volvió cuando pasó la ambulancia e inmediatamente pensó en Sergio, su hijo de 13 años que estaría jugando en el patio del instituto. Los niños estaban de vacaciones semanasanteras y para jugar accedían a los patios escolares escabulléndose entre una verja deteriorada que con el paso del tiempo y el trasiego de los chiquillos había ido cediendo hasta el punto de que por allí podía introducirse una persona adulta.

Matute no era hombre que se dejara sobrecoger por infundados presagios, y cuando perdió de vista la ambulancia entre el tráfico de Mospintoles quiso retomar su quehacer, pero no pudo; dos coches patrulla de la Policía local pasaron velozmente por delante de su negocio con la sirena aullando como nunca antes Sebas recordaba. Entraron a una velocidad excesiva en la rotonda y el primer coche pisó parte de la glorieta central. El segundo vehículo se subió a ella de lleno y derrapó al perder adherencia en el césped que la cubría; su conductor, hábil como la circunstancia requería, dominó el vehículo contravolanteando y enfiló de frente trás la primera dotación policial.

Los mecánicos de Matute salieron del taller al escuchar semejante estrépito y sólo atinaron a cabecear. Iban a volver a sus labores cuando dos motocicletas de la Policía Nacional, con las sirenas a todo gas, siguieron la estela dejada por el último patrullero.
—¡Hostias, jefe! La cosa es gorda –rompió a hablar el Chispas.
—Déjame llamar al Sergio que ahora estoy cagao –dijo Sebas rascándose la cabeza.

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Susana abandonaba el comercio familiar, los ultramarinos de la barriada de San Agustín –las viviendas de protección oficial de Mospintoles– cuando escuchó la sirena de la ambulancia. La oía perfectamente aunque no podía ver el vehículo. Por la dirección del sonido intuyó que la ambulancia giraba hacia el Este en la rotonda que daba acceso al barrio. Luego oyó el ni-no-ni-no de las sirenas policiales que se alejaban en la misma dirección. Tal vez fuera el instinto maternal que toda mujer posee pero en aquel momento supo que algo grave había ocurrido en el instituto, donde niños del barrio jugaban en los patios de recreo durante las vacaciones. Desenfundó su móvil y llamó a la emisora para averiguar si le podían avanzar algo.

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Don Faustino salía del Bar Manolo con la compra del día cuando oyó la primera sirena. Había dado vacaciones a Fátima, su asistenta magrebí, para que pudiera cuidar del pequeño Said; al estar también él de vacaciones disponía de tiempo, por lo que tras hacer una compra de congelados a fin de prepararse una lasaña a la hora de comer pasó por el bar a invitar a Manolo a cenar después de cerrar el negocio. Aunque Manolo cerrara tarde siempre había una mesa para ellos dos en el Asador Castilla a condición de que avisaran con antelación. El dueño del asador, Ricardo, otro viejo dinosaurio, oficiaba de parrillero y se les unía como comensal cuando era visitado por esta pareja de veteranos.

El aullido de la sirena acercándose se interrumpió bruscamente… A don Faustino le dio un vuelco el corazón. Ni siquiera percibió las sirenas policiales que también cesaron bruscamente en el mismo punto, a la altura del instituto, dos calles más arriba.
—¡Manolo!, guárdame la compra. Algo ha pasado en el instituto.
—Esos putos patios abiertos, Faustino, algún día va a pasar algo muy gordo.

Don Faustino partió veloz hacia el instituto pero como su renqueante cojera no le permitía correr iba dando saltitos. Cuando llegó al instituto jadeaba como un podenco víctima de la carrera y de la angustia. Se había congregado allí un nutrido grupo de curiosos: aquella turbamulta emitía un murmullo sordo. A don Faustino no le costó esfuerzo abrirse paso entre el gentío; allí todo el mundo le conocía y se apartaban en cuanto el profesor llegaba a su lado. Al llegar a la altura de la verja de entrada no le sorprendió ver la cadena tirada en el suelo, cortada con un cortafríos y con el candado aún cerrado. Cuando estuvo en el centro de aquella muchedumbre el silencio que reinaba le turbó. En aquel punto no había aquel murmullo sordo del exterior.

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¿Y Piquito? ¿Dónde estaba Piquito? Piquito no estaba en condiciones de oír ninguna sirena, y eso que estaba allí, en los patios del instituto.

(Continuará…)