—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Sorpresas te da la vida (1)

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En la cafetería “La Cama” su propietario no paraba de dar instrucciones a los empleados. El buen hombre andaba excitadísimo porque desde hacía cinco minutos estaba en su prestigioso establecimiento, un lugar donde la gente “bien” de Mospintoles acudía para relacionarse y tomar unas copas con la máxima discreción, la que en unos días iba a ser proclamada nueva alcaldesa de la ciudad: María Reina. Octavio Hermosilla, hombre cordial y discreto, se movía con rapidez entre las mesas del reservado procurando que todo el mundo estuviera cómodo.

» La alcaldesa le guiñó un ojo y Hermosilla se derritió. Aquella mujer estaba cada día más guapa y atractiva. No podía remediarlo: le hacía tilín y tolón.

No era la primera vez que aquella señora de tan buen ver aparecía por la cafetería, pero su ascenso a máxima regidora de la ciudad representaba para él una excelente noticia. Confiaba en que, a pesar de las nuevas circunstancias, siguiera siendo clienta habitual aumentando así el pedigrí del local y confiaba también en poder plantearle un día la problemática de los pequeños y medianos empresarios de Mospintoles a los que él representaba. Por eso no perdía ojo de todo lo que sucedía alrededor de la futura alcaldesa, sentada en un lugar discreto de la cafetería, procurando que no faltara un detalle, desde un ramo de flores que había mandado traer a su mesa a una invitación de la casa.
—Tranquilo, Octavio, que te va a dar un ataque… –le dijo Eleuterio, un parroquiano de confianza que se pasaba más horas en la cafetería que en su casa.

Hermosilla iba a responder cuando vio cómo la mano izquierda de María, a la que no perdía ojo, se levantaba sobre el resto de las cabezas de sus acompañantes. Allá que acudió a toda velocidad.
—Dígame, señoría…
—Por favor, Octavio, me ruboriza… Aquí sólo soy un cliente más.
—Lo siento, doña María…
—María a secas, como siempre.

La alcaldesa le guiñó un ojo y Hermosilla se derritió. Aquella mujer, que siempre acudía acompañada, a veces con camaradas del partido, a veces con el palurdo de su marido, cada día estaba más guapa y atractiva. No podía remediarlo: le hacía tilín y tolón.

A los diez minutos la mayor parte de los acompañantes de la “alcaldesa” se habían largado de la cafetería. Sólo quedó su guardia pretoriana, su gente de máxima confianza.
—¡En estos momentos tenemos mejores relaciones con la oposición que con una parte del propio partido!
—Eso no es verdad, Alfonso –el aludido era un miembro destacado del equipo, un tipo bastante lenguaraz y pelotillero, al que María recriminó sin contemplaciones–. Además, éste es el sitio menos indicado para hablar de eso.

María ya ejercía de líder y sus opiniones eran órdenes. Alfonso –quizás porque la ginebra que estaba tomando se le estaba subiendo a la cabeza, cosa nada rara en él– estaba olvidando que las luchas internas y las puñaladas traperas que hay en todos los partidos políticos –incluido el suyo– jamás deben ser expuestas de puertas afuera bajo pena de expulsión directa o bajada a los infiernos. En toda formación política que se precie hay un principio sagrado: la disciplina interna, la cual garantiza, a su vez, que el jefe (o jefa) siempre tenga razón. La gente, que no es tonta aunque así lo crean la mayoría de quienes dirigen esos partidos, no suele creerse nada de estas pantomimas externas del buen rollito y la sana camaradería, pero eso qué importa. Al fin y al cabo el personal sólo les toca las narices cuando vota cada cuatro años unas listas de candidatos: cerradas, ordenadas y bloqueadas para evitar así males mayores. Votar en estas condiciones está en las antípodas de la emisión de una opinión libre o un dictamen crítico, reduciéndose a un simple “sí señor”, “lo que usted quiera, madame”, pero eso a ellos y ellas les trae al pairo.

Dijese lo que dijese la futura alcaldesa, medio Mospintoles sabía que desde las primarias el partido de María y Segis se había dividido en dos grandes bandos y que el éxito de las elecciones había profundizado aún más la división pues el sector derrotado pretendía mantener su alta cuota de poder frente al sector triunfante.

—Los auditores nos van a decir lo que ya sabemos –intervino de nuevo Alfonso, volviendo a meter la pata y jugándose otra buena reprimenda de la jefa–: no hay un puto euro en el Ayuntamiento, sólo deudas y más deudas. Es más, el equipo saliente está borrando muchas huellas. Se han roto papeles comprometedores, se han sacado del Ayuntamiento cajas enteras de documentos. Que eso pase cuando se produce una alternancia política, no es normal pero entra dentro de lo imaginable. Lo que resulta increíble es que ocurra cuando va a seguir gobernando el mismo partido…
—Como sigas hablando en este plan, aquí y ahora te mando de patitas al paro –aclaró María, conocedora de todas estas presuntas tropelías pero fiel guardiana de las esencias del partido, máxime cuando ahora era ella su líder–. Los trapos sucios se lavan en casa, Alfonso. ¡Y deja de beber ginebra, coño!

A la admirada y bella María la doble intervención de aquel peón de su máxima confianza –un hombre con grandes conocimientos económicos y muy trabajador, aunque bastante ligero de cascos– le había provocado una gran irritación. La futura alcaldesa ya tenía bastantes frentes abiertos, pese a su holgadísima mayoría absoluta, como para perder el tiempo con el sector derrotado del partido. Con el ceño fruncido y la mirada fiera en dirección a Alfonso, la lideresa echó siete llaves sobre aquel polémico asunto.
—El partido ha sido, es y será una piña. ¿Alguien opina lo contrario?

(Continuará…)