—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Déjalo correr (3)

(Lee la entrega anterior)

—¿Y a qué se dedicó? ¿Cómo se ganó la vida después?
—Visto que quedaba prácticamente en la indigencia, en plena Transición española, en el ayuntamiento se apiadaron de él y le ofrecieron un trabajo… al menos acorde con sus habilidades laborales…
—Faustino, no te andes con ambages. Le pusieron de barrendero, Susanita, porque no sabía ni hacer la o con un canuto.
—No hay por qué ser déspota, Manolo.
—Pero es verdad… ¿o no…?

» A saber qué tomó o qué le dieron a ese pobre diablo en esas concentraciones…

—Sea como fuere, ‘Ignacio Sanz’ estuvo trabajando durante un tiempo en las calles de Mospintoles, en nuestros tórridos veranos y en nuestros gélidos inviernos continentales. Vivía solo, como ahora, y no se cuidaba.
—Que le dio por beber, quizá para olvidar las bellas noches de que disfrutó. Faustino, macho, que con eufemismos vas a acabar faltando a la verdad, macho…
—Mucho antes de cumplir los cincuenta años comenzó a padecer unos dolores que le impedían desenvolverse en su quehacer diario. Cuando le atacaban ni siquiera podía empujar el carrito de la limpieza, él que había sido tan fuerte…
—¿Y qué tenía?
—Le atacaban unos calambres en los antebrazos y en las manos. Además la espalda comenzó a resentirse de tantos esfuerzos hechos. Los médicos no se atrevían a operarle, y el Ayuntamiento, que tan bien se había portado con él, no tuvo dinero para pagarle un especialista. Tenía destrozados, y tiene, varios discos de las vértebras.
—Y los seguirá teniendo, Faustino. Tendrá esos dolores mientras viva. A saber qué tomó o qué le dieron a ese pobre diablo en esas concentraciones… Se lo llevaban a los países del Este “a tecnificarse”, pagado todo por el Estado del tardofranquismo, que buscaba campeones deportivos, como todos los regímenes totalitaristas, que quieren dar imagen del bienestar que hay en su país a través de las gestas deportivas de cuatro mártires sacrificados.
—Como ves, Susana, Manolo y yo mantenemos posturas contrapuestas, aunque no enfrentadas.
—No, macho. Es que tú al blanco le llamas pálido y al negro le llamas poco pálido…
—Pues a mí me gustaría hacerle un homenaje. Que se lo hiciera todo Mospintoles —expuse—. Deberían nombrarle hijo predilecto de la ciudad.

Manolo miró a don Faustino y éste me miró a mí fijamente.
—Déjalo correr, Susana. No le hagas más daño.
—¿Y qué daño iba a hacerle, si puede saberse, que todos sus convecinos le muestren su cariño?
—Porque al día siguiente volverá con su perrillo a sentarse en aquel parquecito que lleva su nombre.
—¿Y cómo fue que pusieran su nombre a un parque, y encima tan pequeño?
—Pues ahí lo tienes, Susana, rica. Es lo que te dice tu profe. Le dan su nombre a una mierda de parque y no le suben la puta miseria de pensión que tiene. Cuando tuvo que jubilarse anticipadamente, porque le dio un amago de infarto para terminar de rematar la situación, alguien tuvo una idea tan genial como la tuya. Y como en aquel entronque de calles otro alguien dijo que pusieran un par de bancos y unos parterres, dieron su nombre a algo que todo el mundo conoce como el parquecito, y que no merece tampoco más distinción de lo pequeño que es. Seguro que tú te sabes el nombre del parque porque está frente a las rotativas de El Heraldo, que es donde trabajas.
—¿Qué quieres, Susana? Prolongar la agonía de este hombre. Al día siguiente seguirá siendo lo mismo que hoy es: un paria —noté a don Faustino algo tenso.
—Pero se merece un reconocimiento. Los tiempos han cambiado. Ahora los deportistas están mejor considerados…
—¡Ya! Y representan a su país, y como dijo Zapatero, son sus mejores embajadores —me cortó Manolo—. Y hala, todos los españoles a aplaudir como bobos, y de una tacada mandó a tomar por culo la carrera diplomática, no te jode, lo que hay que oír…

(Continuará…)