—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Inaugurando el curso (5)

(Lee la entrega anterior)

Tras el gol, cuando el partido se reanudó, sólo faltaban tres minutos para el final de la primera parte. Algunos de los jugadores de la clase B empezaban a notar cierto cansancio, quizás aburridos de no poder desarrollar su potencial futbolero por culpa de aquellas seis moscas cojoneras rivales que no dejaban de ir tras el balón ni a sol ni a sombra. Así que algunos empezaron a enfadarse entre ellos y con el árbitro.
—Ha sido falta, árbitro —dijo Vicentín, un centrocampista fortachón que no levantaba dos palmos del suelo y al que venía repateándole mucho que varias de aquellas chicas tan altas y espigadas, que no tenían ni idea de fútbol, no le dejasen tener la posesión de la pelota ni un segundo. Pero Matute se mantuvo en su sitio.
—Chaval, tú a jugar y yo a arbitrar, ¿vale?

» La gente seguía sin entender nada. ¿Por qué el árbitro le había dado el silbato a un jugador? ¿Y por qué salía del campo y hablaba en voz baja pero algo acaloradamente con el entrenador del equipo al que le había pitado un penalti?

Faltaba un minuto para el final de la primera parte cuando, de la enésima melé, salió rebotado el balón hacia Miguel Ángel, otro que estaba frustrado por no poder desplegar su excelente juego. Debió de decirse, esta es la mía, tengo un par de metros de ventaja y esas mosconas no tendrán tiempo de alcanzarme. Avanzó con la pelota pegada al pie, se plantó delante del portero rival, lo dejó sentado en el suelo con un hábil regate y cuando iba a disparar a puerta vacía… llegó el Sergio y no tuvo más remedio que mandarlo al suelo.

—¡Penalti y expulsión, árbitro! —reclamó otra vez el Vicentín Vicentón.

Matute se encontró de pronto con un terrible dilema. Objetivamente, el Sergio, su propio hijo, se merecía la expulsión. Dudó unos segundos, como si esperase que su cabeza le diese la orden, venciendo las reservas emocionales de su corazón paterno. Cuando miró a don Faustino, que le hacía gestos de resignación, comprendió que sólo podía adoptar una decisión. Primero se dirigió a Miguel Ángel para ayudarle a levantarse pues el chaval estaba haciendo ya demasiado teatro tirado en el suelo. Luego, se fue al punto de penalti y lo señaló. Finalmente, se acercó hacia su hijo y le dijo “lo siento”, y lo mandó fuera del campo. Pero todavía no había acabado. Llamó a Vicentín, le hizo gestos ostensibles de que cogiese el silbato y le dijo en voz baja.
—Arbitra tú, listo…

El público no entendía nada. Vicentín, que no esperaba aquella reacción, comenzó a dar síntomas de abatimiento. Afortunadamente no andaba por allí ni el padre ni la madre de Vicentín porque lo mismo habría habido gresca. Faltaba tirar el penalti, que ya tenía preparado Miguel Ángel, pero nadie daba la orden de tirarlo. Matute salía del terreno de juego cuando don Faustino le cogió por el brazo.
—Coño, Matute, que sólo es un crío… —la voz del viejo profesor apenas era audible para el resto del personal—. Manda tirar el penalti, pita el final de la primera parte y todo habrá acabado.
—¡Un mocoso no me dice lo que tengo que hacer! ¡Y, además, reincide!

La gente seguía sin entender nada. ¿Por qué el árbitro le había dado el silbato a un jugador? ¿Y por qué salía del campo y hablaba en voz baja pero algo acaloradamente con el entrenador del equipo al que le había pitado un penalti?

—Guarda tu orgullo para otro momento, Sebas. Actúa como un árbitro y un señor.
—Hazle caso, papá —el Sergio, que se había olido el percal, se acercó deprisa y anduvo al quite—. Los jugadores somos así, protestamos, somos mandones…
—Tenéis razón, cagoendiez… –el Sebas parece que atendía a razones–. Me he comportado como un vulgar forofo. ¡Eh, chicos, acaba la primera parte con el lanzamiento del penalti!

Con empate a uno acabó la aventura de árbitro de Sebastián Matute. Cuando pitó el fin de la primera mitad, dando el testigo arbitral al profesor de gimnasia, se retiró cabizbajo hacia donde estaba su hijo. Ningún espectador, nadie, tuvo la deferencia de agradecerle con alguna palmada cariñosa o con un breve aplauso su esfuerzo por ser juez de aquel partido. Sólo Belmonte, el director, acudió raudo a estrecharle la mano, pese a que ambos no se llevaban bien.

(Continuará…)