—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Qué diantres tendrá el fútbol (4)

(Lee la entrega anterior)

Mientras bajaba por las escaleras, el viejo profesor recordaba sonriendo la escena de la compra de las entradas cerca del estadio. Entradas que el Sebas le cobraría en la próxima factura de la reparación del coche pues se había negado a aceptarle dinero alguno. Reconocía que aquella mañana estuvo muy desafortunado y que un día, oye, es un día. Qué más da engordar el bolsillo de un pobre diablo si con ello se podía hacer feliz a un joven chiquillo. Cuando abrió la puerta de la calle allí estaba la pareja. Ella, Fátima, vestida con una especie de chilaba rosa con varios estampados y adornos. Él, Said, con unos pantalones cortos y una camisa azulona limpia como los chorros del oro.

» Aquellos sonrientes jugadores que saludaban joviales a la salida al campo pronto empezaron a darse leña de la buena y aquellos espectadores que tan divertidos asistían a los prolegómenos del partido se trocaron en su mayoría en gente irascible que protestaba por todo.

—¡Hombre, Said, cuánto tiempo sin vernos!
—Qué tal, abuelo –y le estampó dos sonoros besos en la cara.
—Un pajarito me ha dicho que esta tarde te gustaría ver el partido del Rayo. ¿Es cierto?
—Me encantaría, pero mis amigos dicen que se acabaron las entradas. Y mi madre no tiene dinero para eso, valen mucho. Le he pedido que me lleve por los alrededores del campo para ver el ambiente.
—Nada de eso, Said. He conseguido entradas y nos vamos a ir los dos, ahora mismo, al estadio. Ten estos prismáticos para que puedas ver aún mejor a Piquito y la compaña.

En esos momentos se cruzaron las miradas del viejo profesor y del niño. Aquellos ojos infantiles, despiertos y dicharacheros, adquirieron un brillo tal que tardaría mucho tiempo en apagarse. La cara de Said rebosaba felicidad por todos sus poros, desde sus canijos dientes a sus espesas cejas, pasando por sus dos pícaros hoyuelos de las mejillas. El chico se quedó con la boca abierta, asombrado, sin saber reaccionar, mientras su madre le miraba embelesada. No había contado nada a su hijo sobre el plan de don Faustino para que le pillara de sorpresa.

—Bien, Said, ¿piensas estar así toda la tarde? Creo que Piquito está a punto de llegar al estadio.

Cuando, dos horas más tarde, el figura del Rayo asomó por el túnel del vestuario, el campo se vino abajo. Todos aplaudían a rabiar. El estadio estaba completamente lleno y el ambiente era bastante festivo.
—Said, ¿es tu primer partido?
—Sí, nunca he ido a un estadio. Gracias por invitarme.
—Yo habré visto dos o tres partidos en mi vida. Demasiado ruido para mis castigados oídos.

Cuando el encuentro comenzó se produjo la metamorfosis. Aquellos sonrientes jugadores que saludaban joviales a la salida al campo pronto empezaron a darse leña de la buena y aquellos espectadores que tan divertidos asistían a los prolegómenos del partido se trocaron en su mayoría en gente irascible que protestaba por todo.

El partido era bronco. El equipo visitante, plagado de gente muy veterana, tenía clara su estrategia: intimidar a los jóvenes jugadores mospintoleños, noveles en Segunda y poco acostumbrados a tanta presión. Sólo Metzger sabía contrarrestar aquel severo castigo que en forma de encontronazos y patadas aplicaba el equipo rival. A los veinte minutos de juego el árbitro ya había sacado cinco tarjetas amarillas aunque la afición local estimaba que al menos dos jugadores visitantes deberían haber sido enviados a los vestuarios. El propio Piquito sufrió un hachazo en pleno muslo izquierdo que le dejó dando tumbos por el césped con grandes alaridos. Afortunadamente el agua milagrosa del masajista hizo sus efectos. O quizás es que la cosa, en el fondo, no fue para tanto y Piquito aprendía deprisa todas las triquiñuelas de los veteranos.

En más de una ocasión don Faustino vio como Said se tapaba los ojos y oídos ante aquel espectáculo tan desagradable, con la grada vociferando y algunos espectadores desmadrados. Encima el equipo visitante logró en el minuto treinta un gol de auténtico churro: un lanzamiento de falta se estrelló en un larguero y el rebote dio en la espalda del defensa central mospintoleño entrando mansamente en la portería.

Aquel gol acabó por caldear el ambiente a la máxima temperatura. Los aficionados silbaban cada intervención rival y alguno hubo que tiró al campo una botella de agua.

—Deja de hacer el imbécil, chaval, ¿o quieres que nos cierren el campo varios partidos? –reclamó alguien con sensatez.
—Yo hago lo que me sale de los cojones que para eso he pagado.
—Tú eres un imbécil y en tu casa no lo saben…

Y se armó. La escena ocurrió tres filas más abajo donde se encontraban don Faustino y el niño. En medio de aquel griterío desaforado, vieron como un hombre ya mayor, con una bufanda del Rayo en la mano, recibía un puñetazo en pleno rostro a manos de un tipo joven, de pelo rapado, y cuyos músculos como morcillas apenas se podían contener dentro de una camiseta roja. El acompañante del hombre mayor intentó protestar y entonces un amigo del agresor agarró del cuello a quien sólo pretendía poner orden y paz en aquel sinsentido. Pronto se organizó una pequeña batalla campal mientras los jugadores seguían dándose leñazos en el terreno de juego y la mayoría de los espectadores se dedicaba a insultar al árbitro por no atajar tanto juego duro.

Said se agarró fuertemente a don Faustino mientras empezó a llegar la policía que, antes de preguntar, empezó también a repartir estopa.

—¿Me habré confundido y en vez de un partido de fútbol he venido a ver pressing catch? –siempre hay gente curtida por la vida que saca a relucir una gota de humor en medio de la tempestad.
—¡Goooooool!

El rugido alivió la tensión. ¡Piquito había lanzado un zambombazo desde el borde del ángulo izquierdo del área rival y la pelota había entrado por toda la escuadra! La gente se volvió como loca en todo el estadio. El griterío sólo pilló desprevenidos a los espectadores que disfrutaban del “pressing cash”, quienes inmediatamente gritaron también gooool y se pusieron a festejar el tanto aunque no habían podido verlo. Sólo la policía siguió repartiendo leña al joven botarate y a su amigo, a los que parecía que les encantaba recibir, mientras las asistencias se llevaban sangrando al señor mayor. No dio tiempo a más porque el árbitro pitó el final de la primera parte, los polis esposaron a los dos energúmenos y el resto del personal empezó a aplaudir a su héroe local cuando enfilaba el camino del vestuario, aunque otra parte importante del estadio empezó a entonar la sinfonía en do-re-mi-cabrón, dedicada al árbitro.

(Continuará…)