—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

De sorpresa en sorpresa (3)

(Lee la entrega anterior)

Llevaba un buen rato peleándose con el agua de la piscina, brazada a brazada, cuando don Faustino se paró en seco –es un decir– en el inicio de la calle. No podía seguir. Su cuerpo agradecía la energía que aquel chapuzón le aportaba pero su mente estaba en otra cosa. Así no hay quien nade en condiciones, se dijo enfadado. De Mospintoles a Alcorcada y viceversa. De Inmaculada a Matute, pasando por Cañeque y Remigio. Era imposible alejar aquellos nombres de la mente. Resultaba patético que durante tantos años él se hubiera negado a repasar o revisar el pasado y ahora, maldita sea, en sólo tres días los recuerdos –lejanos o cercanos– no dejaban de martillearle el cerebro.

Salió de la piscina, se puso el albornoz y las chanclas y se fue hacia la zona de relax, inusualmente solitaria en esos momentos. Optó por sentarse en el amplio jacuzzi para relajarse un rato y recuperar las pulsaciones habituales, dejando la zona de los chorros de agua para más tarde.

Llevaba un par de minutos ensimismado en sus pensamientos, que inevitablemente giraban sobre lo que había ocurrido en los últimos tres días, cuando oyó una voz familiar.
—Don Faustino, ¿qué hace por aquí?

Aquella voz pertenecía a Carlos. No había vuelto a verlo desde que ocurriera el incidente del lunes y aunque no le gustaba encontrarse con colegas del trabajo en un lugar donde iba a despejarse y a olvidar el mundanal ruido, el encuentro con el joven profesor de gimnasia le vino de perlas para dejar de dar vueltas con la cabeza a Alcorcada, Inma, el Audi, Matute y el resto de la tropa.
—Celebro verte, Carlos. No sabía que tú también te pierdes por este antro…
—He venido invitado por un amigo de Mospintoles. Esta tarde me ha citado otra vez la policía para declarar y pensó que me vendría bien relajarme un poco tras la cita con los maderos. Vendrá dentro de un rato, cuando acabe una sesión de sauna. Como comprenderá, yo no necesito meter más calor y sofoco a mi cuerpo del que ya tiene.
—¿Y cómo ha ido la cosa?
—Según ellos no hay problema. Ya veremos lo que dice el juez cuando llegue el momento. Nunca había estado en una circunstancia como ésta y espero que sea la última. Cuando hace un par de años entré a trabajar como profesor de gimnasia no pensé que estaría desempeñando una profesión de alto riesgo.
—No conviertas la excepción en la norma, Carlos…
—Lo sé, don Faustino, pero comprenderá mi exageración. El curso pasado me tocó un Instituto de las afueras de Madrid situado en una zona muy deprimida. Lo pasé fatal. Era mi primer año dando clase, mis conocimientos pedagógicos eran nulos, lo cual dice mucho de la Universidad donde me formaron, y no acabé dando un puñetazo a algunos chavales porque dios no quiso. Y este año, en que el Instituto parecía estar formado por gente y alumnos más civilizados, ya ve…
—Ha sido cuestión de mala suerte.
—Quizás es que yo no valgo para esto. No tengo el aguante ni el saber que usted tiene, por ejemplo. Si me saliera algo para entrenar a un equipo de fútbol o para trabajar en un gimnasio, le daría tres patadas a la enseñanza, pero tal como está el asunto de la economía, bien jodido, dudo mucho que tenga esa suerte. ¿Usted qué me aconsejaría?
—Paciencia y barajar, amigo.
—Es que no la tengo, don Faustino, pero no me comeré el coco con esto. Buscaré otras alternativas. Alguna habrá donde pueda sentirme más feliz, aunque gane menos. Por cierto, como Belmonte me tiene prohibido acudir al Instituto esta semana, quisiera aprovechar este momento para darle las gracias personalmente por lo que hizo el otro día. Si no llega usted a salir de clase y acudir en mi ayuda a esta hora podría ser hombre muerto.
—Lo mismo digo, Carlos. Cuando ese Remigio se recuperó de la sorpresa de mi aparición fui yo el que estuve a punto de pasar a mejor vida. Nos debemos un favor mutuo.
—Le voy a confesar una cosa, don Faustino. Aunque trabajamos en el mismo lugar desde hace ocho meses, me caía usted un poco gordo. Quizás desde aquella pequeña discusión cuando preparábamos el partido inaugural del curso. Y lo cierto es que siempre que he oído hablar de usted lo han hecho de maravilla. El otro día, sin ir más lejos, esa periodista mulata, Susana…
—Crespo –añadió el viejo profesor.
—…le puso a usted por las nubes. Tengo la sensación de haber perdido el año en Mospintoles. Quizás si hubiera vivido aquí todo este tiempo habría conocido mejor la ciudad, a sus gentes, a muchos de mis colegas de Instituto, y así me habría resultado más grata y atractiva mi profesión. No sé, ando tan perdido, tan desencantado…
—Entonces estás en el buen camino. Con la que está cayendo lo contrario sería un suicidio…

* * * * * * * * * * *

El inspector Cañeque se acercó al Bar Manolo. Esperaba encontrar allí a don Faustino pues prefería verle en persona a tener que llamarlo por teléfono. Tenía noticias sobre la decisión judicial respecto a Remigio y consideraba un deber el trasladársela al profesor. En efecto, en una tarde-noche desapacible en que por la calle apenas se veía un alma, en el fondo del reservado estaba el profe echándose una partida de ajedrez consigo mismo. De vez en cuando Manolo acudía a interesarse por cualquier nimiedad y regresaba al mostrador, donde varios parroquianos habituales charlaban sobre lo de siempre: la exitosa marcha del Rayo, ¡y eso que aún estaba lesionado Piquito!, y los cuatro próximos enfrentamientos entre el Real Madrid y el Barcelona en la Copa, la Liga y la Champions.
—Así me gusta, profesor: que juegue a caballo ganador. Es poco emocionante pero reconforta más.
—No se confunda, Cañeque. Jugar contra sí mismo tiene la ventaja de que uno siempre gana pero, por eso mismo, la seguridad de que también pierde –el profesor extendió la mano al inspector.
—Llevábamos un año sin vernos y esta semana no me deja ni a sol ni a sombra. Siéntese y tome algo.
—Lo que estoy haciendo en estos momentos no es muy correcto, don Faustino, pero quisiera seguir viéndole el pelo en los tiempos venideros así que necesito decirle lo que quizás ya se imagina: al tal Remigio el juez le ha dicho que vale, que vuelva otro día y que mientras tanto se vaya a su casa a descansar. Espero haberle asustado un poco cuando me despedí de él en el hospital y haberle descruzado los cables cuando pedí que le dejaran ver a su hijo pero no estoy seguro del todo, de manera…
—…que me debo buscar un guardaespaldas temporal o permanecer encerrado en casita por si el Remigio vuelve a las andadas.
—Es un consejo de amigo, don Faustino. Nunca se sabe con esta gentuza… Ahí lo tiene ya, de patitas en la calle mientras que a usted o a ese joven profesor de gimnasia se les pondrán los güevos de corbata. La justicia, que es muy justa… ¿Qué, echamos una partida por si es la última de su vida?

» En asuntos de economía las cosas no son tan sencillas como cuando hay un cadáver y tiramos de autopsia, huellas y coartadas. Cuando lo que hay por medio es sólo pasta, mucha pasta, nosotros nos perdemos.

El viejo profesor ni se inmutó. Sabía del negro sentido del humor de Cañeque. Es más. Sabía que en los próximos días, sacando tiempo de donde pudiera, el inspector estaría al acecho para impedir que nada le pasara. Más de una vez se lo había oído decir: «Yo odio el delito y compadezco a la víctima, no al delincuente, como dice la frase al uso. Nadie está obligado a matar, robar o hacer sufrir a los demás. Mi labor no termina con detener al presunto culpable. Finaliza cuando se ha hecho justicia. Mientras tanto hay que proteger a las víctimas».

—No me apetece jugar, Cañeque. Estaba esperándole. Esta semana he regresado al pasado forzado por los acontecimientos y por quienes me rodean. Quiero aprovechar la ocasión para resolver algunas interrogantes o asuntos pendientes. Sólo así podré enterrarlo definitivamente. Por eso hoy lo que me apetece es charlar con usted sobre aquellos años de Alcorcada. Esos de los que siempre le prohíbo hablar cuando nos sentamos de higos a brevas ante este tablero de ajedrez.
—¿Qué desea saber de ese pasado que todavía no sepa o intuya?
—Quiero que me cuente todo lo que recuerda sobre aquella estafa inmobiliaria del 93 en Alcorcada.
—Ya… Al profe le han entrado ganas de saber quién estuvo detrás de ella. Y qué fue de aquella chica con la que se dio sus buenos lotes durante unas cuantas semanas…
—Ya sé porqué es tan buen policía, Cañeque: porque lee el pensamiento de quien tiene delante.
—Sí, incluido el de mis jefes. Y por eso no he pasado de inspector. ¿Muevo pieza entonces?
—Empiece por la que más le plazca, por favor.
—A pesar de que el caso quedó sobreseído por falta de pruebas y porque los autores materiales o volaron o tenían muy buena coartada, yo seguí su rastro aún mucho tiempo después. Como un entretenimiento… Vamos, para matar el rato. No sólo fue usted, también otros amigos míos habían caído en las redes que tendió aquella oficina siniestra donde los engatusaba convenientemente una chica de recios pechos y mucho encanto y labia.
—Inmaculada…
—Sí, Inmaculada, la madre de Piquito, ese portentoso jugador del Rayo que va a conseguir que Mospintoles sea conocido en todo el planeta si las lesiones le respetan y sigue progresando a buen ritmo. Pero dejemos el asunto ese del fútbol, mi pasión…
—Se lo agradecería, inspector. Sufro de fútbolfobia…
—Je, je… Pues para esa enfermedad tan rara no se ha inventado ninguna medicina… Prometo no hablar de fútbol, profesor. Y si quiere, lo juro mano en alto ante este sagrado tablero de ajedrez, la antítesis del deporte de su fobia.
—Me conformo con que lo prometa. Cuénteme cómo se forjó aquella tropelía que se llevó los ahorros de varios cientos de familias, incluyendo los míos.

—Dos peces gordos, amigos desde el colegio, uno ligado a la banca y otro al trapicheo del comercio de la importación, decidieron hacer el negocio de sus vidas construyendo una urbanización en Alcorcada. El pelotazo empezó desde el momento en que el suelo en que se iba a construir era una zona verde situada en un lugar privilegiado de la ciudad. El alcalde y dos concejales movieron todos los hilos para recalificar el lugar y pasarlo a edificable. Entonces el Ayuntamiento vendió el suelo recalificado a los peces gordos a un precio de saldo con el cuento chino de que medio pueblo iba a trabajar en la construcción de la urbanización. A cambio, los políticos que intervinieron en el enjuague se llevaron una recompensa millonaria. Bajo cuerda, claro. Todas las jugadas las teníamos bien contrastadas pero cuando el adversario es gente importante, ya sabe, políticos, ricachos y otras hierbas con cierto poder en las altas esferas, hay que tener todas las pruebas atadas y muy bien atadas para mostrarlas a la luz del día o si no te hunden. Sabíamos los tejemanejes, sospechábamos con fundamento pero faltaban algunas pruebas documentales determinantes, pruebas que casi nunca suelen aparecer, así como faltaba la valentía de los mandos, que suele brillar por su ausencia pues en estos casos tienen poco que ganar y mucho que perder. Así que, tras la recalificación y el pago de los favores a buen precio, los promotores tuvieron en sus manos un negocio redondísimo ya que el coste del suelo les había salido muy barato mientras que los precios de los pisos y chalets puestos a la venta iban a precio de mercado.
—¿Quiénes eran esos dos peces gordos? Nunca nos lo dijeron…
—En estos momentos uno dirige un banco del país y el otro, aunque ya fallecido, sigue cabalgando a lomos de su hijo.
—¿Un tal Melitón? –preguntó con mucho aplomo don Faustino, con la seguridad de saber ya la respuesta.
—¡Bingo, profesor! El padre se llamaba Melitón… y el hijo también. Verá porqué hablo del hijo. Aquellos dos tiburones de los negocios se buscaron otros tantos brazos ejecutivos. Uno se encargaría de la construcción del complejo y el otro llevaría a cabo todo el operativo de promoción y venta. Para el primer cargo escogieron a uno de los constructores más sinvergüenzas que ha habido en este país y para el segundo optaron por alguien de la casa: el hijo del que se dedicaba a la importación. Entre la propaganda escrita y radiada y el palique y el encanto de la chica de la oficina los pisos empezaron a venderse como rosquillas. La estupidez típica de este país: comprarse un piso que todavía no se ha construido, creerse las bondades de lo que le venden y, lo peor, adelantar un dinero a cuenta por algo que todavía es humo. El amor al ladrillo que tienen los españolitos roza lo enfermizo, amigo.
—Habrá de todo, Cañeque. Yo quería establecerme definitivamente en Alcorcada y estaba harto de pagar un montón de billetes cada mes por el alquiler de un piso de mierda. Cada vez que se los entregaba al dueño, se me partía el alma de ver cómo aquel pirata se los llevaba en negro y en caliente. Un indocumentado al que de buena gana hubiera retorcido el pescuezo y denunciado al juzgado.
—Sí, y dicho entre nosotros, el asunto de la vivienda de este país casi siempre ha estado y está en manos de piratas, pero una cosa es pagar un alquiler demasiado elevado por un cuchitril ajeno y otra el que la vivienda propia se compre sobre plano y con dinero por adelantado. ¡Estamos poniendo alegremente el culo para que nos jodan bien jodidos! Y eso fue lo que pasó en Alcorcada con la fabulosa promoción que hizo la inmobiliaria “Tu casa”. Conforme los depósitos a cuenta iban entrando en el banco del tiburón, iban saliendo como inversiones en negocios rápidos, en compra de otros terrenos, etc. Por si fuera poco, y antes de reintegrarse parte de esas inversiones, el dinero recibido por el constructor para iniciar los primeros trabajos voló en sucios negocios relacionados con la droga. Empezaron a reclamar los primeros compradores viendo que las obras no se iniciaban y entonces se descubrió el pastel. El constructor voló del gallinero llevándose una parte importante de la pasta destinada a las obras. En la cuenta del banco también faltaba dinero pues algunas de las inversiones iban más lentas de lo convenido y no había sido posible su reintegro en el tiempo esperado.
—Joder, y yo sin enterarme de nada…
—Usted, don Faustino, estaba muy entretenido acostándose con la chica de la inmobiliaria. Con Inmaculada, la futura madre de Piquito. No…, no censure mis palabras… Cualquiera en su lugar las celebraría con orgullo.
—Pero cómo sabe…
—La policía no es tonta, profesor, no es tonta. La tontura se la dejamos a quienes elaboran las leyes sin ponerse antes en el pellejo de las víctimas. Pensamos que la chica estaba implicada pero nada de eso: era una pardilla, una desgraciada a la que le debían varias mensualidades de su trabajo. Recuerdo que me tocó tomarle declaración y estuvo todo el rato llorando como una madalena. No tengo nada que ver, soy inocente, decía. La creí desde el primer momento pero tenía que forzar su memoria, sus recuerdos, para que buscase cualquier dato, por nimio y absurdo que le pareciera, y con ese dato pudiéramos encontrar el hilo que nos llevase a todo el ovillo. No sirvió de mucho. Los dos tiburones no colaboraron nada de nada. Según ellos el responsable era el constructor, que se había llevado casi todo el dinero. Las cuentas que nos mostraron no cuadraban pues le endosaban el ochenta por ciento de la pasta depositada por los compradores cuando nuestras sospechas es que sólo era el cuarenta, pero los papeles y los traspasos y los nombres y las firmas allí estaban para contradecir nuestras tesis. Pura ingeniería financiera.
—Pero esas evidencias tan claras…
—Tan claras… para la policía, amigo. Luego llegan los abogados de una y otra parte, empiezan a ladrar entre ellos, a veces se ponen de acuerdo, a veces se tiran los trastos a la cabeza… Empiezan a sacar leyes, normas, sentencias pasadas y nosotros ya no pintamos nada. Nos hacemos la picha un lío. En asuntos de economía las cosas no son tan sencillas como cuando hay un cadáver y tiramos de autopsia, huellas y coartadas. Cuando lo que hay por medio es sólo pasta, mucha pasta, nosotros nos perdemos. Ya me dirá con la mierda de sueldo que ganamos al mes, jugándonos el pescuezo a menudo, qué experiencia tenemos en desentrañar tramas económicas millonarias que se enrollan como mil persianas. La ingeniería financiera, al menos en aquellos años, no era nuestro fuerte. Si no podíamos meter mano a los dos tiburones, a los que defendía con uñas y dientes el propio banco, menos íbamos a poder hacer con sus brazos ejecutivos. El constructor desapareció del mapa, como bien sabe. Lo hizo sin dejar el más mínimo rastro. Como un auténtico profesional. A él se le echó el muerto de la estafa cuando al final resulta que el muerto era él porque no sé si sabrá que ocho años más tarde, sobreseído el caso por falta de pruebas y desaparición del presunto culpable, apareció su cuerpo en el apartamento de una ciudad colombiana. Acribillado a balazos. Probablemente un asunto de narcotráfico. No pudimos, ni nos permitieron, averiguar nada sobre aquellos ocho años de huida.

(Continuará…)