—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

De sorpresa en sorpresa (y 4)

(Lee la entrega anterior)

Don Faustino asistía a la conversación con el inspector Cañeque con la misma cara de estupefacción y asombro que Martita, su genial alumna, ponía cuando él contaba alguna historia fantástica en la clase de Lengua. Habían pasado ya tantos años de aquella estafa que era imposible escandalizarse pese a que los primeros meses en que se produjo lo pasó muy mal, como todos aquellos que habían depositado su dinero y su confianza en aquella inmobiliaria.

Pasados aquellos momentos de rabia y estupor había cerrado página y una vez que le comunicaron la sentencia del caso, tiró al olvido todo aquello. Sólo que el reencuentro con el inspector Cañeque, no como circunstancial amigo y acompañante de una partida de ajedrez, sino como policía ejerciente tras la agresión de Remigio, le había traído a la memoria todos aquellos recuerdos sepultados por años de olvido consciente. Y, por si fuera poco, el reencuentro vis a vis con Inmaculada había acabado por reabrirlos. No digamos cuando Matute le contó lo bien que se lo pasaba con ella en unas semanas que coincidieron con aquellos tristes acontecimientos. Por no remontarse a la noche en que oyó de labios de su amigo Manolo, en aquella grata cena en el Asador Castilla, el fatídico nombre de Melitón, momento a partir del cual algo se removió en su adormecida memoria. Algo que, desde entonces, no había dejado de hormiguearle el cerebro hasta acabar retrotrayéndolo finalmente a los primeros meses de 1993.

—¿Y qué pasó con el que se encargaba de la promoción y venta de los pisos? –el nombre de Melitón le vino a la boca como si se tratara de un trago amargo–. Ese tipo también se fue de rositas. Tanto que nadie pudo verle el pelo ni antes ni después.
—Melitón…, el hijo de uno de los peces gordos… Estuvo tan protegido en todo el proceso que yo sólo pude hablar una vez con él. El tipo tenía una coartada perfecta. La inmobiliaria era una sociedad limitada a nombre de su padre y su compañero de correrías y él pasaba por allí. Era un simple asalariado. Aunque encargado de la promoción y venta a cachitos de la urbanización, su contrato era del mismo tipo que el de la chica que daba la cara en la oficina. Me acuerdo que le pregunté: “pues a ella le deben varios meses y a usted le han pagado hasta la última peseta”; “En algo se tiene que notar que soy el hijo de uno de los promotores”, me respondió el hijoputa. Salió de aquel chanchullo limpio de polvos y pajas. Bueno, de polvos no, porque le echó unos pocos a la chica, a Inmaculada…
—¿Y eso cómo lo sabe, Cañeque? –a don Faustino se le iban y venían los colores.
—¿Qué cómo lo sé? Pues porque la chica me lo contó todo entre lloro y lloro… En un principio la creíamos implicada y pensando que era el eslabón más débil le apretamos un poco las clavijas a ver si cantaba la traviata. Y lo hizo, sólo que lo más interesante que nos contó fueron sus escarceos de cama y mantel con algunos hombres que la rondaban. En esos años Inmaculada no tenía prejuicios y disfrutaba de la vida al máximo, puliéndose todo el dinero que ganaba con su trabajo. Y lo entiendo porque se había largado del pueblo y de su casa para encontrar una vida mejor y más plena. A sus veinte años quiso ponerse el mundo por montera y se lo puso durante una temporada hasta que se pegó el batacazo.

Don Faustino permanecía callado escuchando las observaciones de Cañeque. Decididamente se le había venido abajo el mito de Inmaculada. Aquella chica con la que tiernamente compartió mantel y cama durante un par de meses resulta que se tiraba a todo el que pasaba por delante de sus tetas. No, no desaprobaba su conducta. Al fin y al cabo qué buscaba él en aquellos años, y Matute y ese maldito Melitón sino disfrutar y pasarlo bien retozando en los brazos de gente del otro sexo. Sólo que si eso era cierto, Inmaculada quizás había tenido un serio problema para saber quién era el padre de su hijo. Porque tras haber mirado la fecha de nacimiento de Piquito que aún conservaba en el ordenador, don Faustino estaba convencido de que el mes en que Inmaculada se quedó embarazada coincidía con el que ella había tenido relaciones simultáneas con él y con Matute. ¡Ahora sólo faltaba que también coincidiese con Melitón, lo cual era muy probable! ¿De dónde sacaría tiempo y ganas para montárselo con tres a la vez?

—Voy a ir cortando el rollo, don Faustino. Me he extendido demasiado pero seguro que es lo que usted quería. Ya podrá enterrar por fin ese pasado de Alcorcada que no quería recordar porque le traía malos recuerdos y algunas sombras. Aquella chica disfrutaba la vida de lo lindo y no somos nadie para criticar algo que nosotros mismos también hicimos. Tras el escándalo de la estafa, sin un duro en el bolsillo y sin trabajo, desapareció de Alcorcada sin decir adiós a nadie, ni siquiera a sus amantes. Unos cuantos meses después volvimos sobre ella por si había alguna novedad pero ni siquiera la abordamos. Estaba en su pueblo, vivía con sus padres y era evidente su embarazo. Quien podía imaginar que, un par de años más tarde, la chica se vendría a vivir a Mospintoles, a donde también regresamos usted y yo, y que su hijo se convertiría luego en uno de los futbolistas más completos que yo he visto nunca en un campo de fútbol. No sé usted, pero yo me he preguntado muchas veces quien será el padre de Piquito aunque intuyo que no anda demasiado lejos de Mospintoles.

—Sólo me queda una duda o curiosidad, Cañeque. Ese Melitón, el hijo, ¿por dónde anda? ¿Sabe algo de él? Lo vi un día, muy fugazmente, salir de la oficina. Le pregunté a Inmaculada. Es mi jefe, me dijo. No logré sonsacarle el nombre pero una noche, en un momento de conversación sincera, me dio un nombre que yo creí de cachondeo: Melitón. Luego lo asocié, no sé porqué, a aquel tipo de larga melena y gabardina gris que, según Inmaculada, era su jefe. Hace poco salió su nombre en una cena de amigos y no se lo va a creer pero de asociación en asociación llegué, eso sí, con ciertas dudas, a adjudicárselo a alguien muy importante de Mospintoles.
—Es ese que está pensando, amigo. Ese mismo…
—Dígamelo usted, inspector, ya que sabe leer tan estupendamente la mente de sus víctimas…
—Je, je… No puede ser otro que el señorito López, don Melitón López, el presidente del Rayo.

* * * * * * * * * * *

Iban transcurridos quince minutos de programa y a Evaristo, el jefe de deportes de Radio Mospintoles, se lo llevaban los demonios. Mira que le había dicho a Susana, esa mulatita de mierda que le había birlado la confianza plena de López, que el culebrón del incidente del Instituto tenía que acabarse ya, que lo importante ahora era recuperar el fútbol del Rayo, su exitosa campaña y la pronta reaparición de Piquito. Había estado a punto de revelarle a voz en grito que no era él quien se lo pedía, quien se lo exigía, sino el propio López, al que en esos momentos maldecía por obligarle a mantener una postura de correveidile vergonzoso y secreto, algo a lo que no estaba acostumbrado. La chica le había dicho que contaría sus últimas investigaciones muy rápidamente y que pasaría a ocuparse directamente del Rayo, aunque faltaban todavía cuatro días para el partido del domingo y no corría tanta prisa, joder. Evaristo la fulminaba con los ojos mientras Susana le miraba sonriente, con una mirada desafiante y casi lasciva, como diciéndole, ya mandas poco, ahora empiezo a cortar yo el bacalao y pronto estarás acabado, Evaristo.

» Evaristo la fulminaba con los ojos mientras Susana le miraba sonriente, con una mirada desafiante y casi lasciva.

Habían sido quince minutos de un sin vivir en él. Cada llamada telefónica le provocaba una incremento de la sudoración pensando que el propio López estuviese al otro lado para decirle incapaz, inútil, ¿no ves que no te hace caso?, estás acabado… El colmo fue la lectura del comunicado de los profesores del Instituto acerca del incidente del lunes y en el que ponían a parir al Ayuntamiento, a su amigo Segis, el alcalde, así como a las autoridades educativas. Pero el calvario no había finalizado porque poco después había leído otro comunicado aún peor: el de la Asociación de Padres y Madres del Instituto. No sólo reforzaba la opinión del profesorado sino que iba más allá. Enumeraba todos los incumplimientos que las autoridades locales y regionales habían tenido con el centro educativo, desglosaban las numerosas deficiencias estructurales del mismo y en el colmo de los colmos, de cara a las próximas elecciones municipales, pedía el voto públicamente para cualquier partido que no fuese el actualmente gobernante en la ciudad. Aquello era una bofetada en toda regla. Los teléfonos habían empezado a sonar con gente a favor y en contra, el twitter echaba humo. La mulatita se iba a acordar de aquella noche para el resto de sus días. La iba a joder bien jodida aunque fuese lo último que López le dejara hacer.

Entonces llegó la primera pausa publicitaria. Susana dio por concluido su serial sobre el Instituto, tras haber presentado durante tres noches todo un popurrí de noticias, cotilleos, declaraciones, historias cotidianas de personajes de Mospintoles, a los que en unos casos trataba con cariño y en otros a degüello. No lo debía haber hecho tan mal cuando las audiencias y la publicidad habían subido muchos enteros, pese a lo cual notaba que Evaristo la seguía teniendo entre ceja y ceja. Que le dieran morcilla.

—Queridos oyentes, regresamos tras dos minutos de publicidad.

Nada más empezar a escucharse la música del primer anuncio Evaristo saltó como un tigre de su asiento y se acercó con el rostro crispado hacia donde estaba Susana.
—¡Me has jodido Susana! ¡Tenías que haberte limitado a hablar sobre el Rayo y Piquito! ¡Ese comunicado de la AMPA nunca debiste leerlo en antena! ¡Eres una mierda pinchada con un palo! ¡Una negra mierda que está aquí porque se te da muy bien abrirte de piernas! ¡Eres una…!

* * * * * * * * * * *

En la casa de María Reina y Sebastián Matute estaban enganchados al programa “Radio Pelota” desde que supieron que iba a informar sobre el incidente del Instituto. Matute, habitual seguidor del programa, había convencido a su mujer para que le acompañara en la escucha. María, además de la posible información, sentía curiosidad por evaluar a Susana, esa chica periodista de la que sospechaba –aunque sin ninguna prueba por el momento– que podía tener algún trato afectivo con su marido.

» Queridos oyentes, regresamos en un minuto para finalizar nuestro programa de hoy dándoles las últimas noticias del Rayo.

—Me voy a la cama, Sebas. Esa chica la ha cagado con la lectura del comunicado de la AMPA –dijo María levantándose, pero se quedó petrificada cuando notó cómo tras el fondo de la sintonía musical de unos grandes almacenes la voz de un hombre bramaba fuera de sí.
» ¡Me has jodido Susana! ¡Tenías que haberte limitado a hablar toda la noche sobre el Rayo y Piquito! ¡Ese comunicado de la AMPA nunca debiste leerlo en antena! ¡Eres una mierda pinchada con un palo! ¡Una negra mierda que está aquí porque se te da muy bien abrirte de piernas! ¡Eres una…!

De pronto la emisora enmudeció. Marido y mujer se miraron atónitos. Sólo Sebas atinó a decir, llevándose las manos a la cabeza…
—¡Joooodeeeer!

Aquella expresión hizo reaccionar a María en una dirección que él nunca habría esperado.
—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! A la Susana se le da muy bien abrirse de piernas…
—¡Pero…! –balbuceó Matute.
—No me extrañaría que tú fueses uno de los que se las abre…

Aquella noche mucha gente no durmió bien en Mospintoles. Una descoordinación imperdonable o un sabotaje en toda regla –eso nunca se sabría– había dejado abierto un micrófono del locutorio mientras sonaba la publicidad. Ni Susana ni Evaristo se habían dado cuenta de nada hasta que vieron el rostro aterrado del técnico de sonido. Entonces comprendieron. Susana se echó a llorar, en un ataque de aguda histeria, y Evaristo salió corriendo hacia su despacho con la cara más blanca que la leche. El programa se dio por concluido. Los teléfonos seguían echando humo. El móvil del jefe de Deportes de Radio Mospintoles empezó a sonar. Evaristo temblaba agarrado a los brazos de su sillón. Miró el número de su interlocutor. Se lo sabía de memoria. Nervioso, le dio a la tecla de llamadas.

~Evaristo, soy López…

Un minuto más tarde, su colaborador Jacinto entraba en el despacho y lo encontraba desmadejado, con la cabeza sobre la mesa. Rápidamente llamó a una ambulancia.

(Continúa en el siguiente cuento)