—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Aventuras en Las Landas (5)

(Lee la entrega anterior)

Por lo tanto el paraje estaba solitario. El camino bajaba zigzagueando ente los huertos, y desde el alto la vista en una noche como aquella, clara aunque con poca luna, llegaba bastante lejos, pues no había arbolado que la entorpeciera. ¡Malditos ecologistas! Únicamente habían alegado que aquello era el hábitat de unas ranas o unas lagartijas que nadie había visto. Ahora todo era legalmente urbanizable pero no había dinero con qué edificar.

» Llegaron con sigilo a las inmediaciones de la cabaña […]. El pequeño caminaba encorvado, el mastodonte erguido.

Cuando Piquito llegó a la altura de la finca en la que se levantaba la chabola mantuvo los focos del automóvil encendidos hasta que por el retrovisor distinguió la luz de la moto. Entonces apagó las luces y el motor. Los dos motoristas picaron el anzuelo y creyeron que Piquito estaba convencido de haberles despistado.
—¿Ves? ¿No te he dicho que estos dos querían echar un polvo sin contar con nosotros? Ya sabía que este ramal daba a la parte sur de Las Landas y no iban a ir muy lejos.
—Pero si tienen casa –dijo “Erbeti” con voz de gigantón tontorrón. Lo cierto es que no tenía facilidad para expresarse.
—A estos famosos les gustan las cosas raras. Están aburridos de sus comodidades –Pepe Manu, por el contrario, pecaba de verbosidad–. Prefieren follar en una chabola de mala muerte o incluso en el coche, como si así se parecieran a los demás. Vamos a ir andando desde aquí, para no hacer ruido con la moto.

“Erbeti” pensó que con la moto desembragada podrían deslizarse en silencio por la pendiente, ahorrándose una pequeña caminata, y de paso no dejar la moto a la vista de cualquiera, pero bien porque no hubiera sabido cómo expresarse con concisión, bien porque Pepe Manu ya había echado a andar y se mofaría de él como hacía siempre, bien por todo ello y algo más, se encogió de hombros y avanzó en pos de su compañero.

Llegaron con sigilo a las inmediaciones de la cabaña, pero Piquito, atento, sabía donde mirar por el retrovisor y los vio aparecer por la última revuelta del camino. El pequeño caminaba encorvado, el mastodonte erguido.

A punto de cerrar su trampa, Piquito había aparcado nada más pasar la entrada a la parcela en que se levantaba la cabaña ocupando todo el camino, y le había pedido a Susana que buscara en la guantera un disco cañero:
—El más duro que encuentres.

Tras buscar entre varios eligió uno etiquetado “Kaña de la kaña en la montaña”.
—¿Éste te vale? –preguntó retóricamente Susana.

La chica seguía ofuscada. Seguía habiendo algo en el fondo de su mente que no le cuadraba, pero la sucesión de acontecimientos y el ritmo con que se daban había congelado toda introspección, aunque guardaba silencio, esperando la ocurrencia de Piquito. En modo alguno le dejaría enfrentarse con aquellos dos. El gorila, aunque se le veía torpe, pensaba Susana, desmadejaría a Piquito de un sólo manotazo. De momento ella se limitaría a seguir la voluntad de Piquito.

Aquellos metros cuadrados del tío Botella estaban cercados por un precario vallado, pero en la entrada no había puerta, tan sólo existía el hueco. El tío Botella nunca sintió la necesidad de cerrar completamente la parcelita de la cabaña, dejándola abierta a modo de invitación. La chabola sí la cerraba con una cadena y un candado. Dentro dormía Cabroncete. Pichula pernoctaba atada a una larga cadena sujeta a su vez a un deslizador, lo que le permitía llegar prácticamente a cualquier rincón del solar.

[Continuará…]