—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Los insumisos (1)

[En 5 entregas diarias]

A pesar de su natural bonhomía, aquella mañana don Faustino tenía un cabreo de mil pares de… balones. Una nota de María Reina con el sello de “información confidencial” le había puesto de tan malhumor. En ella se le pedía que estuviera en su oficina a las once y media de la mañana para recibir a una persona a la que debía ubicar en algún puesto de las áreas de la Administración que de él dependen:

“por motivos que no es oportuno fiar a la pluma y que le confiaré en persona, debe usted encontrar acomodo remunerado a media jornada a…”

Aquello era el colmo: no era “oportuno fiar a la pluma”… Pero qué leches pluma si había sido imprimido con una máquina… ¿Y qué era eso de que no era oportuno detallar los motivos por escrito cuando el delito queda registrado en papel? Eso sí, se le hacía la advertencia expresa de que una vez finalizada la entrevista:

“por favor, destruya este documento utilizando el procedimiento habitual”.

» (…) a fin de dar una idea del goteo legal que sangra a cada Ayuntamiento y la bicoca que supone para calandracas y menguados que ni siquiera han terminado el Instituto.

El dichoso procedimiento habitual era una trituradora de papel que hacía finas tiras cualquier hoja de tamaño folio. Don Faustino prefería utilizar otro método más expeditivo para destruir documentos comprometedores: el mechero. Y a pesar de no fumar hacía años, se había procurado un Zippo que no olvidaba cuando acudía al ayuntamiento.

Aquel escrito le había exasperado y sin darse cuenta lo traía estrujado en su mano, en cuya piel ya aparecían esas manchas propias de la edad. Al texto de María Reina, con alguna nota personal sobre el próximo paniaguado, le acompañaba un “breve currículo vitae”. ¿¡Pero cómo leches no había de ser breve si el niñato tenía apenas veintitrés años!? Su primer pensamiento fue mandarle a hacer puñetas, pero la presión del grupo siempre estaba latente con aquel jodido “el partido le necesita, don Faustino”…

La voluntad del partido no es más que la voluntad de la elite gobernante, y ella es únicamente la voluntad del líder (caudillo o caudilla, cacique o cacica, cabecilla o cabecillo), que a veces se deja asesorar por su gabinete y otras aparece con alguna jaimitada que alguien le ha soplado al calor de un carajillo (o lo que fuera que tomara la flamante lideresa del partido mayoritario en Mospintoles). Todos los adláteres sin excepción ansían estar a bien con quienes integran ese círculo inmediato al líder. Y desde dentro del círculo próximo –aquel partido interno de la orwelliana “1984”– se preocupan y mucho de no caer en desgracia ante el corifeo (o corifea) A no ser que…

Don Faustino había estado tentado varias veces de darle la patada al metafórico caldero de la leche, pero se aguantaba las ganas de salir de estampida para no repetir el… ¿error…? de hacía treinta años… Después de todo, si quería cambiar algo debía hacerlo desde dentro, y abandonar el grupo dirigente no entraba por el momento en sus planes. Necesitaba tiempo para cambiar mentalidades y en el camino tendría que hacer concesiones deshonrosas. Era parte del juego. Había quien creía que el profesor dirigía las políticas del partido en la ciudad, perola realidad era más bien otra. Necesitaba consolidarse dentro del grupo, paso a paso, sin prisas y sin errores. Quería ser oráculo y gurú de aquel grupo de imbéciles y para comenzar se buscó un acomodo en el que no ser importunado a cada poco.

El despachito de don Faustino en el ayuntamiento de Mospintoles tenía cuatro paredes, una puerta y un ventanuco. Estaba situado en la última planta y el profesor lo llamaba “el palomar”, que a buen seguro fuera su función primitiva, perdida ya entre tantas reformas acometidas desde hacía dos siglos.

Había elegido personalmente aquel tabuco para aislarse de la vorágine sismológica que tenía lugar a diario en los dos pisos de abajo. Hasta allí arriba no llegaba el ascensor que con tan mala saña había criticado año y medio antes. El cuartito estaba debajo de las escaleras de madera que permitían acceder al reloj de la Casa Consistorial y al modesto campanario en el que tan sólo un esquilón daba los cuartos y las medias además de las horas.

No era fácil ver a don Faustino cabreado, y menos del talante que lucía aquel día, pues con los años y alguna desgracia personal había aprendido a esconder sus sentimientos. Ni siquiera cuando escaleras arriba arrastraba su cojera, que se acentuaba los días fríos pero más los días húmedos (la operación de rodilla no había sido un éxito rotundo y el cirujano echó la culpa a una “rehabilitación agresiva”). Allí en el palomar evitaba el visiteo inoportuno al que estaban sometidos los ediles liberados pero permanecía asequible para quien quisiera consultarle. En alguna ocasión le rendimos visita en aquel cuartucho, y cuando el puñetero esquilón repicaba, los invitados, que no lo esperaban, llevaban un sobresalto de muerte. Pero el jodido profesor había descubierto algún secreto y sabía con anticipación cuándo, en qué momento, el maldito badajo golpearía la campana, que pueden imaginar con qué intensidad retumbaba allí debajo. Suerte que no había un carillón. Los gustos de don Faustino siempre han sido incognoscibles e inescrutables para el resto de mortales.

Hay que decir que el ahora concejal era de los que no estaban liberados ni siquiera a tiempo parcial, pero sería mendaz pretender que no cobraba por su tarea como concejal: además de las retribuciones por asistencias a Plenos y Comisiones informativas –y a los plenos de organismos o entes para el que haya sido comisionado por su grupo político en representación del Ayuntamiento–, cualquier vecino que se tome la molestia de leer la espesa documentación oficial que vierte el Consistorio comprobará que cualquier alcalde o alcaldesa (no vamos a faltar a la jerigonza oficial –vaticinada como la neolengua– que se ha instalado en esta España de autonómicas taifas, plural y entontecida) tiene potestad de comisionar a cualesquiera concejales un día sí y otro también para realizar una labor concreta –aunque sea inventariar los columpios de los parques municipales–, y destinar en concepto de gastos una dieta de hasta 70 euros diarios (y quizá más) al probo concejal que ha de realizar la ímproba tarea encomendada por decreto del primer edil (o edila, que de todo hay). Una alcaldada en toda regla que pagan de buena fe –pero de mala gana si alcanzaran a saberlo– los burlados vecinos que confían en que con los dineros que les son sustraídos vía impuestos, tasas y contribuciones especiales sólo son retribuidos los concejales liberados.

Dejemos tan escabrosa materia consistorial y retomemos nuestro relato, aunque deberíamos apostillar que las dietas no cotizan y se perciben íntegras a fin de dar una idea del goteo legal que sangra a cada Ayuntamiento y la bicoca que supone para calandracas y menguados que ni siquiera han terminado el Instituto.

[Continuará…]

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