—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Las putas cajitas blancas (y 3)

(Lee la entrega anterior)

La caja blanca

López llegó al instituto antes que Basáñez y según lo convenido le telefoneó. Su factótum estaba allí también, aparcando el coche. López se movió en aquella dirección y estableció contacto visual con él. Se juntaron, y tras deliberar, decidieron que sólo les correspondía estar presentes, y llegado el momento ponerse al servicio de los padres de la víctima. En ese momento se les acercó el director técnico del Rayo, que les informó del nombre de la víctima con un escueto: “Miguelito”.
—Joder… ¡Ese niño no…! –se le escapó a López.
—Alguno había de ser, señor López –trató de simplificar el director técnico.
—Pero él… Era todo jovialidad… Tenía por delante un futuro prometedor…
—Hubiéramos dicho lo mismo de cualquier otro niño –intervino Basáñez con estoicismo–. Deberíamos cuidar nuestras expresiones, si me permite decirlo, López, no se fuera a interpretar que nos duele haber perdido la joya del Rayo.

» La madre se tumbó junto al cadáver de su hijo y profirió un lamento insondable, un quejido desgarrador; por fin rompió a llorar, y mientras se abrazaba al cuerpo sin vida de su hijo plañó convulsamente.

Basáñez siempre era tan directo y tan sincero, lo que López agradecía en silencio. Entre ambos empresarios, las más de las veces, no hacían falta palabras para entenderse.

Decidieron entrar juntos al recinto escolar. Cuando llegaron a la escena del accidente vieron la sábana e intuyeron un cuerpo infantil bajo ella. Entonces López vio a Susana allí cerca tomando unas fotos. Cuando la joven apartó la cámara de su cara el empresario comprobó que Susana estaba llorando a moco tendido. Aquella chica… Tenía un don especial para el oficio de periodista.

Había allí una persona de edad dando instrucciones. Debía ser personal del centro escolar a juzgar por las explicaciones que daba. López miró a don Faustino con detenimiento… Aquella cara… Le sonaba de algo, pero no podía determinar de qué, y tampoco era el momento para hacer retrospectivas mentales.

Vio también a Matute abrazado a un niño mientras hablaba por el móvil. Matute tenía los ojos aguados, pero López no podía saber qué relación unía a Matute con la víctima. Aquel hombre… Se había enfrentado con cinco ultras para salvar a Susana y había derribado a tres en un santiamén. Y el tío no se había dado ninguna importancia. Y estaba casado con aquella belleza genuina, aquella dama que López, hubo de reconocer, deseaba arrebatar a Sebas, tal era la atracción que sentía por ella.

El director técnico le indicó que Piquito estaba allí al lado, siendo atendido por los servicios de urgencia. López se intranquilizó y le envió para averiguar qué había pasado con Piquito.

En esos momentos llegó una mujer joven que López reconoció inmediatamente como Aurori, la madre de Miguelito, que trabajaba en la Caja de Ahorros de la Avenida de Toledo. La mujer tenía un semblante amargamente triste… desconsoladamente triste. Nadie hizo nada por impedir que la madre de Miguelito se arrodillara ante la sábana y la corriera parcialmente.

La madre limpió la sangre que manchaba la cara del cuerpo yacente de Miguelito con un pañuelo que quedó teñido de rojo. Todo el mundo allí presente observaba impasible, como si asistieran a un ritual. La madre, lentamente, se tumbó en el duro suelo cuan larga era junto al cadáver de su hijo y profirió un lamento insondable, un quejido desgarrador; por fin rompió a llorar, y mientras se abrazaba con amor al cuerpo sin vida de su hijo plañó convulsamente.

Por fin el médico se acercó para atender a la madre y no sin trabajo pudo apartarla del cadáver de su hijo. La policía ya había comenzado a desalojar a la muchedumbre, comenzando por atrás. Pero en vista de que nadie se movía se resolvieron a acordonar la zona. La tarea de despejar el patio no iba a ser fácil, pues la gente se negaba a abandonar el lugar. Los atribulados semblantes de la gente no invitaban a forzar la situación, e incluso a algunos policías se les escapaban las lágrimas.

López se colocó junto al médico mientras atendía a la madre de Miguelito, desgarrada en sus entrañas. Llegó María Reina escoltada por el sargento en un coche de la Policía local que entró por el acceso rodado de la parte trasera y que había sido también forzado con el cortafríos. María ya había recuperado su aplomo, informada por Sebas mientras venía de camino de que Sergio estaba con él. Se le notaban los ojos enrojecidos, pero en aquellas circunstancias eso no llamaba la atención.

La teniente de alcalde, alcaldesa en funciones en estos días, pues Segis había aprovechado la semana santa para tomarse unas vacaciones, era la máxima autoridad en Mospintoles en aquel momento. López pudo oír cómo la informaban de que el juez estaba en camino para proceder al levantamiento del cadáver.

María se acercó a don Faustino y apoyó su mano en el brazo del profesor; se apartaron del grueso del gentío, yendo a parar a la vera de López. El director del instituto estaba también de vacaciones y María quiso que el profesor estuviera junto a ella en todo momento.

Instantes después aparecieron los empleados de la funeraria, a quienes se les indicó que aguardaran la llegada del juez, que lo hizo no mucho más tarde en un coche de la Policía Nacional.

Realizadas las diligencias oportunas el juez ordenó el levantamiento del cadáver del infortunado Miguelito. El coche fúnebre pudo acceder a los patios del instituto, y acongojados y con suma delicadeza los empleados introdujeron los restos mortales de Miguelito en un pequeño ataúd blanco.