—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Madre e hijo se desnudan (y 5)

(Lee la entrega anterior)

Entonces empezó a temblar. Ahora que estaba decidida a contarle a su hijo qué ocurrió para que ella fuera madre soltera y él no tuviera ni tan siquiera una foto de su padre, ahora, justo en este momento decisivo se quedó con la mente completamente en blanco. No sabía qué decir. El miedo le atenazaba la garganta y de ella no salía una sola palabra. Ni la estratagema dilatoria de acudir a por dos cervezas ni la parsimonia con que ahora abría las latas e iba llenando poco a poco los dos vasos podían camuflar lo que sólo ella sentía: pánico, terror, un miedo nunca sentido. Superior, incluso, al que había tenido al salir de la consulta del ginecólogo.

» Ahora, cuando llegaba el momento decisivo de contarle la verdad a su hijo y acabar así con años de ocultación y temores, se encontraba sin palabras, sin fuerzas, atenazada por un miedo jamás sentido.

¿Cómo explicar a su hijo que ella no sabía quién era el padre porque los candidatos eran nada menos que tres y, aún así, todavía le quedaban dudas de si podría haber sido un cuarto? ¿Y cómo decirle que las sospechas se centraban sobre tres personas muy conocidas de Mospintoles, algunas de ellas tan cercanas a él que –la mera insinuación– destrozaría su relación con éstas? ¿Lograría hacerle entender que su embarazo imprevisto se produjo justo cuando se quedó sin empleo en medio de un turbio asunto inmobiliario en el que ella no tenía arte ni parte pero en el que, como empleada, se vio metida y comprometida? ¿Entendería Piquito que, a pesar de ese contratiempo, en cuanto la descartaron como implicada dejó Alcorcada para refugiarse en casa de sus padres, de donde había salido huyendo hacía meses en busca de una vida nueva, más ilusionante y libre de la que tenía en el pueblo, y que su abuelo la repudió y la puso de patitas en la calle? Su abuelo, al que él tanto quería… ¿Y cómo lograría explicar todo el embrollo sin que Piquito la tomara por lo que nunca fue, una prostituta, pese a que durante aquel tiempo anduvo de cama en cama con varios hombres, sin que éstos se enteraran de que no eran sólo ellos quienes se la beneficiaban a solas?

Ahora, cuando llegaba el momento decisivo de contarle la verdad a su hijo y acabar así con años de ocultación y temores, se encontraba sin palabras, sin fuerzas, atenazada por un miedo jamás sentido. ¿Qué pensaría de ella su hijo, cuando minutos antes la había tratado con palabras muy duras y ofensivas? ¿Era el momento idóneo de decirle la verdad, si es que era preciso decírsela, justo cuando estaba a las puertas de un infierno con la noticia de su tumor en el pecho? ¿No acabaría encontrándose sola y desamparada, si Piquito reaccionaba como presentía? ¿Y qué sería de él si todo esto le creaba una mala sangre y su rendimiento deportivo comenzaba a declinar por culpa de los problemas personales? Se le acababa el tiempo. Ya había bebido dos tragos de su cerveza y todavía no había abierto la boca. Entonces tomó el camino que nunca había pensado y, mucho menos, querido: mentir.
—La historia es un poco larga, Piquito.
—Tenemos todo el tiempo del mundo… –dijo el hijo, poniéndola aún más entre la espada y la pared.
—Todo se remonta cuando me voy de casa de los abuelos…

Inmaculada empezó a tirar de sus recuerdos. Contó a Piquito su traumática salida del pueblo y del hogar, sin el consentimiento de unos padres autoritarios que no comprendían las ganas de vivir y de independizarse que tenía su hija. Ella vegetaba en el pueblo y su máxima ambición era salir de allí. Luego le contó su llegada a Alcorcada y sus primeros trabajos de empleada en algunas tiendas hasta que consiguió colocarse en las oficinas de una inmobiliaria. Y recordó el impacto que le produjo verse en el Paseo de la Castellana de Madrid por primera vez, sintiéndose como una hormiga ante el enorme movimiento de gente, de vehículos, de historias que pasaban por allí. Y sus noches de juerga en las discotecas de moda, donde bebía la vida y la libertad a golpe de alcohol, caderas y sonrisas. Todo eso le contó y cómo se estrenó por primera vez en el amor. Y el fracaso que sintió cuando aquello no duró ni un mes, pese a que en él había entregado su intimidad más profunda. Cómo aquello le hizo ser más precavida ante los sentimientos para con los hombres, a ser más reservada en asuntos de amores y menos en el disfrute del cuerpo y de los placeres. Nada que no hicieran cientos, miles de jóvenes en esos años de movida, de libertad extrema. Años en que algunos abusaron más de la cuenta con las drogas y el sexo, quedándose poco después en el camino. No, ella fue mucho más prudente, más sensata, pero aún así no logró escaparse de algunos problemas ajenos como fue la estafa de la inmobiliaria. En su trabajo cumplió más de lo que debía y se encontró, cuando el escándalo estalló, con que la policía la consideraba sospechosa.

Inmaculada se iba acercando al asunto determinante de aquella confesión tantas veces pensada en la soledad y el silencio pero el meollo de la misma le daba pánico. ¿Cómo insinuar a su hijo, el famoso Piquito, que había muchas posibilidades de que su padre fuese el señor López, el actual presidente del Rayo, o Matute, el marido de la actual alcaldesa de Mospintoles, o el mismísimo don Faustino, su adorado profesor? Entonces decidió inventarse otro cuarto candidato. De hecho no tenía claro si las sospechas de paternidad se podrían extender a una esporádica relación que tuvo con un desconocido en un viejo coche aparcado en un rincón escondido del Parque del Retiro. En todo caso, se adornó en la jugada.
—Un día conocí a un joven soldado. Era guapo y fuerte. Con aquel uniforme encandilaba a todas las chicas que se cruzaban con él por la acera. Yo estaba sentada en un banco esperando a una amiga. Cuando llegó a mi altura se sentó a mi lado. No era español pero hablaba bastante bien nuestro idioma. Empezamos a hablar y yo no hacía más que mirarle. Era un encanto, el condenado. Y tenía una chispa, una frescura que tú me la recuerdas a menudo. La amiga seguía sin aparecer así que continuamos hablando. Hasta que, enmbelesada, le pedí que diéramos un paseo.
—¿De dónde era ese soldado?
—Americano. Sus padres eran puertorriqueños y por eso hablaba muy bien el español. Había sido enviado a España para una breve misión. Me dijo que en realidad era ingeniero naval pero que se había alistado en el ejército de la marina para hacer carrera allí. Pensaba estar en Madrid un par de días más antes de regresar para los Estados Unidos a dar cuenta de su misión. El caso es que nos enrollamos y, al otro día, varias horas antes de su despedida, nos acostamos juntos.
—¡Y ahí nací yo! –exclamó Piquito.
—Ahí tuvo que ser. Puse todas las precauciones lógicas del caso, como había hecho otras veces, pero algo falló. Ya sabes, ese uno por ciento de error que hasta el mejor anticonceptivo puede tener. Y me tocó a mí. Siempre he sido una desgraciada. Al día siguiente no quedó nada de aquel ingeniero naval. Sólo su nombre: el mismo que tú llevas.
—Podías haber abortado…
—Ni hablar. Y nunca me he arrepentido. Sin trabajo, con el conocimiento de que estaba embarazada, huí al pueblo, a casa de tus abuelos. Al menos no me dejaron en la calle aunque tuve que oír de todo, por sus bocas y por las de toda la gente del pueblo. A dónde podía ir… Pero seguí adelante y cuando vi la oportunidad –tú aún eras muy pequeño– me vine para Mospintoles a rehacer mi vida. Los abuelos me ayudaron y poco a poco fui saliendo de la oscuridad. Sí, quitando toda la basura del mundo. Lo hice por ti y por mí, y por nadie más. No me arrepiento de nada.

Piquito se tragó sin pestañear la trola final de su madre, el cuento del soldadito americano y la acogida a regañadientes de su abuelo, callándose que la echó de casa. Para qué empeorar las cosas… Al fin y al cabo, lo importante era el desenlace final, ese hijo traído al mundo y del que se sentía muy orgullosa a sus aún bellos treinta y ocho años. Confiaba en que el tumor que acababan de diagnosticarle sólo fuese una adversidad más. Ahora no estaba sola como en aquellos años. Ahora tenía a su hijo para apoyarse en él y vencer al nuevo enemigo. Por eso, y sólo por eso, se había dejado arrastrar en el momento decisivo de su historia por el engaño y la mentira piadosa. Dudaba si, contando la verdad que conocía y sospechaba, Piquito la despreciaría y si, sola y derrotada de nuevo, sería capaz de ganarle nuevamente la partida a la vida.