—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Choque de trenes (y 6)

(Lee la entrega anterior)

-Viernes por la noche-
El restaurante del hotel Mospintoles estaba a rebosar. Allí se celebraba esa noche la entrega de la Primera Edición del premio “El mejor deportista de Mospintoles”. A través del programa radiofónico “Radio Pelota” se habían efectuado las votaciones y, por aplastante mayoría, el ganador había sido el gran Piquito. El resultado estuvo cantado desde el primer momento por cuanto la popularidad del joven futbolista superaba con creces la de cualquier otro rival. Sólo Sergey Vasiliev, el niño ajedrecista, le había hecho algo de sombra en los primeros días de las votaciones.

El resultado final fue tan abrumador que los organizadores ni siquiera contemplaron la posibilidad de que el segundo o tercer clasificado asistieran a la entrega de premios. Ello provocó cierto malestar en algunos sectores no futboleros. Pese a todo nadie discutió los merecimientos de Piquito aunque algún maledicente llegó a insinuar que el premio tenía trampa: la radio que lo otorgaba era propiedad del señor López y la periodista del programa era la novia de Piquito, o eso se rumoreaba. En fin, siempre hay gente que no está contenta con lo que dicta la mayoría y le busca los tres pies al gato.

» La frialdad y la tensión se mascaban como si fuesen un plato más. Por fortuna todo ello escapaba a las entendederas de las restantes mesas pero a nuestros ojos de cronistas, situados en una colindante, nada se escapaba, ni una mirada, ni un comentario, ni un silencio. Por fortuna, nadie usó el cuchillo o el tenedor para exteriorizar las emociones y sentimientos precisos que sentía respecto al que tenía justo al lado.

El restaurante del hotel Mospintoles consta de dos amplios salones que pueden convertirse en uno solo, o en cuatro, dependiendo de las necesidades. Para esta ocasión se había preparado todo el espacio pues estaba previsto que acudieran a la cena ciento veinte personas. Todas ellas se habían repartido, siguiendo un riguroso protocolo, en veinte mesas distribuidas en varios círculos concéntricos, de manera que en el centro de los mismos quedaba ubicada la mesa principal.

La organización del evento quedó en manos del hotel. Tanto la distribución de las mesas como las personas integrantes de las mismas, el menú, los discursos y hasta el trofeo, habían sido celosamente ocultados por la comisión organizadora hasta el inicio de la fiesta. De hecho, desde una semana antes ya tenía concluidos todos los detalles de la cena.

Llegó el momento esperado. Todas las mesas estaban ya completas con sus respectivos miembros excepto la principal, aquella en la que estaría el premiado, Piquito. La ocupación de dicha mesa se fue realizando por riguroso turno de presentación protocolaria, situándose cada cual en el lugar que previamente la organización había determinado. En primer lugar aparecieron el señor López y Susana. A continuación lo hicieron la Ilustrísima alcaldesa de la ciudad, María Reina, y su marido Sebastián Matute. Finalmente, con el aplauso más caluroso de la noche, aparecieron don Faustino y el gran Piquito.

A continuación tomó la palabra el señor López, quien dio las gracias a los mospintoleños por haber elegido a Piquito como el mejor deportista. Acto seguido se explayó sobre las bondades del fútbol, del Rayo y del premiado. Tras cinco minutos de loas y parabienes cedió el micrófono a Susana, quien volvió a repetir casi los mismos argumentos. Finalmente fue la señora alcaldesa quien tuvo el “inmenso honor” de otorgar el premio al ganador, “al mospintoleño más conocido en toda España, un chico modesto que acabará llevando el nombre de nuestra ciudad por el mundo entero”. Entonces el salón se vino abajo aplaudiendo a rabiar a un azorado Piquito. Éste agradeció el reconocimiento que “inmerecidamente me han otorgado” y, cogiéndole gusto al micro, estuvo unos cinco minutos dando las gracias “a la gente que más quiero y a la que más me ha ayudado”.

Fue, sin duda, el momento más emocionante de la noche. A Piquito se le quebró la voz cuando habló de su madre, quien “hoy no puede estar con nosotros por motivos médicos, aunque su recuperación va estupendamente”. Luego refirió que, como debía escoger una persona acompañante, había decidido que le acompañase don Faustino, “no porque sea el concejal de deportes del Ayuntamiento, que también, si no porque fue, es y será el mejor profesor del mundo, mi profesor”.

Tras los discursos y la entrega del premio comenzó lo más importante para la inmensa mayoría de los asistentes: la manduca. Un menú variado y riquísimo al que todo el mundo estaba ansiando meterle mano y boca. En cambio fue el momento menos deseado por parte de algunos miembros de la mesa presidencial pues los acontecimientos personales ocurridos en los últimos días habían trastocado sus relaciones mutuas, algunas de las cuales incluso habían tocado fondo. Así que la frialdad y la tensión se mascaban en la mesa como si fuesen un plato más. Por fortuna todo ello escapaba a las entendederas y miradas de los demás pero a nuestros ojos de cronistas, situados en una mesa colindante, nada se escapaba, ni una mirada, ni un comentario, ni un silencio. Por fortuna, nadie usó el cuchillo o el tenedor para exteriorizar las emociones y sentimientos precisos que sentía respecto al que tenía justo al lado. Todos supieron guardar las formas aunque su trabajo les debió costar.

Aquella misma mañana Sebastián Matute estuvo esperando la llegada de María y el chaval, quienes habían dormido en el chalé de don Anselmo. Tras dejar al chico en el instituto, María pasó por casa. Allí, sentado en el sofá, vio a un hombre vencido al que ya no le unía ningún lazo afectivo. Le pareció un extraño. Matute esperó acontecimientos pero en vista de que su todavía mujer ni le hablaba ni miraba, como si no estuviera en la habitación, se levantó con un sobre grande en la mano -el que le había dado Octavio Hermosilla la noche anterior- lo tiró a los pies de ella y se marchó camino de la calle. No estaba dispuesto a ser el único malo de la película.

Ahora, en aquella mesa situada en el centro del comedor, a la vista de todo el mundo, ambos estaban sentados el uno junto al otro. En ningún momento se dirigieron la palabra. López, a la izquierda de María, estuvo todo el tiempo conversando con ella. A la izquierda de López el protocolo había sentado a don Faustino. Huelga decir que en toda la noche intercambiaron una sola palabra. Al otro lado del viejo profesor estaba el joven Piquito, quien repartía gracias en todas las direcciones y, aunque de vez en cuando hacía algún intercambio de palabras con don Faustino, lo cierto es que casi todo el tiempo se lo pasó charlando con Susana, quien estaba sentada a su izquierda. Hubo manos de él y ella que se movieron sospechosamente por debajo del mantel, tanteándose. O serían figuraciones nuestras… En cuanto a Matute, si a su lado izquierdo tenía el muro de su mujer, al derecho tenía a la bella Susana, otro muro infranqueable por cuanto habían roto definitivamente cualquier relación, y aunque lo habían acordado de manera amistosa, lo cierto es que aquella noche la amistad estaba congelada en la nevera.

Así pues, don Faustino y Matute tuvieron la cena más solitaria y aburrida del mundo pese a estar rodeados de tanta gente. Por eso, cuando ya estaban en los postres y el ambiente general comenzó un poco a relajarse, don Faustino, que veía cómo Matute estaba atrapado y enmudecido entre dos muros insalvables, pidió a Piquito el favor de que cambiase su puesto en la mesa por el de Matute. El joven aceptó y gracias a eso, al menos en la última parte de aquel pequeño infierno, el Sebas pudo estar alejado del fuego enemigo. Por eso, cuando llegó el final de aquel martirio, Matute susurró al oído del viejo profesor:
—Muchas gracias, don Faustino.
—No hay de qué. Hoy por ti, mañana por mí.
—¿Es dura la soledad?
—Muy dura, Sebas, pero a veces es mejor estar solo que mal acompañado.

Cuando los seis integrantes de la mesa presidencial se levantaron, las parejas iniciales habían cambiado. Algo que no pasó inadvertido para algunos de los presentes, especialmente Octavio Hermosilla y don Rosendo, que estaban situados en la misma mesa que estos cronistas. Primero se fueron don Faustino y Matute, luego emprendieron la huída López y María y, finalmente, saludando al respetable como si fuesen unas estrellas de cine, el premiado Piquito y la bella Susana Crespo.