—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Desventuras en la alcoba (2)

(Lee la entrega anterior)

Cuando entraron en la casa a Susana le llamó la atención el desorden que había en ella. Piquito pagaba a una asistenta para hacerle la limpieza, fregar, lavar la ropa y plancharla. Era una asistenta cincuentona y metida en carnes… Susana se había ofrecido hábilmente a buscarle alguien “competente”, pues a la mulata no le hacía ninguna gracia meter en aquel nido otra palomita. Pero la asistenta libraba los fines de semana (cuando Piquito había de viajar y en consecuencia apenas estaría en casa), así que el desorden debía ser del día anterior, sábado. O eso, o Piquito la había despedido hacía días y ella no estaba informada. El recelo acudió a la cabeza de Susana, y luchó por desbancar de su cerebro la otra idea fija que la chica traía en mente desde que salieron del aparcamiento del Asador Castilla.

» Su mente se tomó un respiro, y al volver la vista a la realidad lo primero que vio fue el pecho de Piquito a la altura de sus ojos.

En esta ocasión este clavo no sacó al otro clavo, y al final venció la idea que ya estaba instalada. Al fin y al cabo Susana juzgaba que aquello que buscaba y no acababa de encontrar era de mayor importancia. Comprendía que debía consentir a Piquito alguna infidelidad ocasional, pues ella misma mantenía relación con otros dos amantes, sin desechar que era probable que la cincuentona y regordeta asistenta estuviera de baja, de vacaciones o se hubiera tomado una semana de descanso.

Subieron al dormitorio de Piquito, el principal de la casa, que ocupó después de que su madre marchara a vivir con su pareja. Estuvieron tonteando un poco; Piquito sintonizó música melódica, y por contraposición Susana recordó la música estridente que resonó en el deportivo de techo acristalado hacía menos de media hora. Su mente revoloteó otra vez hacia aquella grotesca pareja. ¿Qué había sido de ellos? ¿Por qué había estado ella tan ausente durante todo el tiempo? ¿Para qué fueron a Las Landas y aparcaron allí? Se dio cuenta de que había estado abstraída pensando en algo… ¿en qué? ¿Qué fallaba aquella noche? ¿Por qué aquellos dos margaritos les habían importunado? ¿Es que de repente eran ellos carne de paparazzi? ¿No tenían que darte un carné de famoso a modo de advertencia?

¡Pero qué tontería! Ella era ahora una periodista que presentaba un novedoso programa deportivo mitad concurso, mitad reportaje, mitad noticioso, mitad formativo, y Piquito… Bueno, Piquito llevaba una temporada estancado en su progresión, pero eso le ocurre a todo deportista tres o cuatro veces en su carrera. Aún así, había algo que se le volvía a escapar… Era como si observara a través de una cristalera, una gran cristalera como la que había en la cafetería de la Facultad, y mirara hacia un jardín, un jardín como el que había en la Facultad, sólo que las vistas del bar de la Facultad no daban al jardín. Pero daba igual… Allí estaba ella, mirando hacia el jardín, o mejor dicho, hacia donde se debía ver un jardín, porque no lo veía. Llovía a mares y el agua golpeaba la cristalera y se deslizaba por ella formando una cortina acuosa, como cuando circulas con el utilitario familiar y arrecia la lluvia y los limpias no dan abasto. Lo prudente es estacionar a un lado, pero entonces, con los limpias apagados, el agua resbala por el parabrisas y forma una imagen borrosa del exterior. Ese borrón aguado era lo que Susana veía a través de la cristalera de su imaginación. Y por más que forzara la vista no conseguía ver con nitidez lo que había al otro lado. Se sentó en un butacón de la cafetería que por alguna razón podía oscilar como una mecedora. Y Susana se mecía adelante y atrás, mirando por aquellos cristales que dejaban pasar la luz y una imagen borrosa. Así se le presentaba aquella idea que estaba buscando… La tenía delante pero no acababa de vislumbrarla.

Su mente se tomó un respiro, y al volver la vista a la realidad lo primero que vio fue el pecho de Piquito a la altura de sus ojos. El chaval llevaba un ritmo acompasado, meciéndose, golpeando su pelvis con la de ella, entrando y saliendo de ella, y Susana sintió que la cama la procuraba un movimiento semejante al del butacón-mecedora.

[Continuará…]