—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Morir de éxito (y 5)

(Lee la entrega anterior)

La lluvia había dejado de caer sobre Mospintoles (llevaba toda la mañana dando caña) pero ya era tarde para más de la mitad de los corredores que habían decidido abandonar la carrera. Tanta dureza y esfuerzo no merecía la pena. Quizás porque ellos no tenían a una chica esperándoles en la meta para hacerles completamente felices… o desgraciados.

Polonio, recuperado de las molestias, había conseguido remontar a los corredores que se iban descolgando del pelotón de cabeza. A unos doscientos metros veía a los nueve o diez atletas que encabezaban la prueba. En ellos puso su punto de mira aunque las piernas empezaban ya a flaquearle. Sólo faltaban cinco kilómetros para el final, pero se iba a acordar de ellos toda su vida. Eso iba pensando, no me queda , con los ojos fijos en el horizonte, los labios ateridos de frío y la piel sudando a chorros. Qué sensación más rara, volvió a decirse, estos no me pillan en otra ni harto de vino…

» A los tres kilómetros, siguiendo su ritmo de trote habitual, Polonio ya era quinto. Cuando pasaron cerca del Complejo Deportivo sintió como si aquel edificio en el que llevaba algo más de tres años machacándose el cuerpo y los músculos le diese alas y energía.

Eran exactamente nueve los corredores que iban por delante de Polonio cuando le indicaron en un cartel que sólo faltaban cuatro kilómetros. Cada vez notaba más que le fallaban las fuerzas pero el hecho de que el pelotón al que perseguía fuera perdiendo lentamente a sus integrantes le hizo ganar confianza.

A los tres kilómetros, siguiendo su ritmo de trote habitual, Polonio ya era quinto. Cuando pasaron cerca del Complejo Deportivo sintió como si aquel edificio en el que llevaba algo más de tres años machacándose el cuerpo y los músculos le diese alas y energía. Apretó entonces el paso y en el kilómetro siguiente logró adelantar a dos competidores. Ya sólo le separaban de Helen aquellos tres flacuchos y desgarbados marchadores que, a buen ritmo, le llevaban unos ciento cincuenta metros. Apretó los dientes y decidió dar un nuevo estirón. O ganaba o se lo llevaban al cementerio a criar malvas. O todo o nada. La vida sólo merecería la pena vivirla si lo hacía con Helen a su lado.

Cuando sólo faltaba un kilómetro para la meta uno de los tres corredores que iban en cabeza empezó a perder fuelle. En un minuto Polonio lo adelantó. Vio que se agachaba y que estaba vomitando. A continuación comprobó cómo también empezaba a renquear otro corredor. Fue cuestión de segundos lo que tardó en alcanzarlo y dejarlo atrás. Era un hombre maduro, pelo casi cano y canijo por los cuatro costados. Estaba literalmente reventado, como Polonio el Músculos, pero nadie tenía su motivación, a nadie esperaba en la meta una chica como Helen, nadie era capaz de aguantar y sacrificarse tanto como él. Por eso estaba convencido de que iba a ganar, de que el líder de la prueba acabaría también echando los higadillos por la boca antes de que finalizase la carrera.

Los segundos empezaban a pasar muy deprisa. A doscientos metros ya se vislumbraba la meta y el corredor que iba primero no daba señales de cansancio. Polonio decidió jugársela del todo y empezó a esprintar con las escasas fuerzas que ya ni tenía ni notaba. No le daría tiempo, la meta estaba muy cerca, aquel hijoputa le iba a arrebatar la gloria y a Helen.
—San Cucufato, un milagro, hace falta un último esfuerzo, un milagro, porfa…

Quedaban escasamente cincuenta metros para el final, y aunque Polonio había acortado distancias, no tenía tiempo material para conseguir la remontada. Pese a ello siguió corriendo. Ya no sentía las piernas ni las manos, sólo escuchaba el ritmo vertiginoso de su corazón que se le salía por la boca. Entonces ocurrió algo inaudito. Un chucho saltó de la acera y empezó a perseguir y ladrar al corredor que iba en cabeza. Lo hacía alegre, feliz, como si aquel tipo al que acompañaba fuese un conocido, fuese su amo.

Sólo faltaban diez metros para cruzar la meta y el seguro ganador empezó a levantar los brazos. El perro, nadie supo explicárselo luego, se cruzó sin querer entre las piernas del corredor, quien fue a caer de bruces en el pavimento. Polonio no vio la escena, o si la vio no llegó a procesarla su cerebro. Iba desbocado, como un zombi, persiguiendo al corredor que podía arrebatarle la gloria de su vida. Cuando se quiso dar cuenta estaba rompiendo la cinta de la victoria. El primero. No había duda, la cinta la había roto él. ¡Había ganado la carrera! Entonces miró para atrás y vio tirado en el suelo a quien tanto había odiado en los últimos metros de la media maratón. No sintió lástima. Era tal la euforia por haber logrado su sueño (Helen) que lo primero que hizo fue buscar sus ojos. Y allí la vio, seria, como si no le hubiese agradado su épica victoria. O quizás era el bajón anímico que viene tras los momentos de gran tensión emocional. No pudo seguir elucubrando porque alguien le echó una manta por encima y se lo llevó en volandas hacia un autobús medicalizado. Cuando pasó cerca de su amada le hizo el gesto de la victoria al tiempo que le dirigía, mezcladas con el cansancio y la gloria, las palabras más hermosas del mundo:
—¡Te quiero!

Fueron pasando los minutos. De pronto, subieron al autobús medicalizado varias personas bien trajeadas y con evidentes signos de prisa y preocupación. Instantes después llegaba una ambulancia haciendo rechinar sus alarmas. Helen ya no estaba entre el público. En cuanto vio desaparecer a Polonio dentro del autobús dijo que tenía que marcharse urgentemente a Madrid pero que volvería por la tarde. Los colegas de Polonio que habían estado acompañándola se quedaron con la boca abierta y sin entender nada. Ahora seguían igual, cuando comprobaron cómo la puerta del autobús se abría y dos hombres muy serios portaban una camilla que, acto seguido, introdujeron en la ambulancia. Les pareció que en ella iba una persona aunque no pudieron verla porque estaba completamente tapada por una sábana. A continuación volvieron a oírse las sirenas y el vehículo emprendió la marcha a toda velocidad. La gente, en la meta, no entendía nada. Al cabo de unos minutos los altavoces informaron de lo que acababa de ocurrir. Descansa en paz, amigo Polonio.