—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

¡Calla, negra! (2)

(Lee la entrega anterior)

Ocurrió cierta mañana, pasado el mediodía, cuando los alumnos de cuarto de la ESO cambiaban de clase, que doña Casta, profesora de “lenguaje musical”, que estaba de correpasillos, oyó cómo el repetidor Germán (que debía estar dos cursos más adelante) le decía a Tina, una compañera mulata, entre risas y el jolgorio habitual entre muchachos de esta edad: ¡calla, negra!

» El chaval, que aún no sabía nada de la telaraña que se urdía contra él, estaba perdido.

Doña Casta no lo dudó un instante y tomó nota del infractor. Como es profesora de las más veteranas en el centro escolar, a pesar de que su asignatura, por no ser importante, es de las consideradas marías, tiene cierto poder omnímodo, habiéndose convertido lenta pero premeditadamente en el vórtice de un grupo de cabildeo en torno al cual se apelmazan las llamadas feminazis o feminatas (esas feministas agresivas cuya militancia enmascara traumas y complejos de la infancia), jovencitos de dudosa virilidad y un rosario de meapilas, gazmoños y trepas que adolecen de voluntad y criterio propios, cuya única utilidad es asombrarse por todo aquello que juzgan socialmente incorrecto; cínicamente incorrecto, deberíamos decir.

Corrió doña Casta al despacho del director con el nombre del trasgresor apuntado en su memoria. Insulto racista, anatema social, juventud corrompida, denigración de la mujer, asalto a las minorías étnicas, imposición del machismo más contumaz… Todo ello veía doña Casta en aquellas dos palabras. Exhortar a una mujer púber a mantener silencio haciendo ostentosa e indignante señalización a su raza oprimida por el otrora imperialismo colonizador. Para qué contar la que le cayó encima al pusilánime señor director del centro. Tal facundia utilizó doña Casta que al responsable de la pacífica convivencia en el IES no le quedó más remedio que tomar nota escrita de la imprecación que condenaba a la jovencita a ser sumisa ante el poder del macho dominante.

Doña Casta no iba a consentir que aquel castrador de la libertad femenina, que en sus genes llevaba escrito que acabaría siendo un maltratador del bello sexo (en lo de bello nunca entró ni iba a entrar ya la reprimida y homosexual doña Casta), prosiguiera ufano con su arrogancia sexista y por supuesto y sin duda, aunque no hubiera pruebas para doña Casta, su despotismo homófobo.

Era Germán un espécimen bien constituido, capitán del equipo de rugby de Mospintoles en su categoría juvenil. Un muchacho despierto aunque perezoso para los estudios. Quizá su clima familiar tampoco añadía expectativas atractivas a sus estudios, pero de esto no se ocuparía doña Casta puesto que poco le importaba. Era el tal Germán un bruto de anchos hombros, robustas piernas, imponentes pectorales, cuello de toro, sonrisa franca, mirada traviesa, amigo de sus compañeros que sabían que tenían en él un apoyo incondicional. Ingenioso, con un verbo fácil, tenía éxito entre el género femenino del instituto y según rumoreaban las malas lenguas también entre mujeres hechas y derechas, alguna de las cuales se sentaba a la mesa con doña Casta en las reuniones del consejo escolar.

El chaval, que aún no sabía nada de la telaraña que se urdía contra él, estaba perdido. Su expediente académico iba a sufrir una mácula de las que lastran para toda la vida. De eso estaba bien segura doña Casta y toda su cohorte de chupabraguetas, a los que convocó al final del día para tratar asunto de tamaña importancia.

Al día siguiente, la carcomida personalidad del director, que esperaba que todo hubiera quedado olvidado, se topó a su llegada al despacho con una carta en la que el porcentaje legal que los reglamentos estipulaban le conminaban a convocar al claustro de profesores en el plazo también legal de cinco días.

Desolado quedó don Lacio, que así se llama el señor director del IES Mospintoles Sur, pues esperaba que aquello no se le fuera de las manos, y la mejor manera era echar tierra sobre el asunto, sobre una frase sin mayor importancia que la que se le quisiera dar, y de la que la ofendida no había presentado queja alguna. Pero esto era lo de menos para doña Casta, puesto que Tina era aún menor de edad. Y quiso la causalidad, o el destino, o la mala suerte, que Germán había adquirido la mayoría de edad apenas quince días antes. Dato que averiguó doña Casta al revisar el expediente académico del potencial delincuente. Ella misma se encargaría del ejemplar pervertido de macho hispano que ahora tenía aprisionado en su pérfida urdimbre.

[Continuará…]