—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Carne de piscina (3)

(Lee la entrega anterior)

En las calles centrales el personal es diferente. Gente joven y madura. Aquí ya saben lo que es mover coordinadamente los brazos y las piernas, tumbados sobre el agua, tomando el aire por la boca y expulsándolo por la nariz. Todo funciona más o menos razonablemente bien salvo cuando entran en la calle los bólidos de turno. Son los que nadan al son de la famosa canción “La calle es mía”. Miren a ese joven que acaba de meterse en la cuatro. Si, ese que luce tatuajes hasta en el cielo de la boca. Menos mal que no destiñen porque si no el agua de la piscina acabaría de mil colores. Vean, vean…

» Mucho personal acude a echar unas brazadas a la piscina no sólo para mejorar su físico si no para relajarse y calmar los nervios de la vida diaria, pero con los críos graznando como mil pares de cuervos, la paz y l a tranquilidad de espíritu es imposible.

En cuestión de segundos abre los brazos y piernas y en plan espasmódico empieza a volar sobre el agua sin importarle quién va delante o al lado. Su batida levanta olas de medio metro. Por fortuna, a estos tipos tan arrolladores y egoístas tanto derroche de energía le dura menos que la alegría a un pobre. Así que tras un par de largos ya tienen la lengua fuera y han de agarrarse a la corchera para no irse al fondo. Cuando se retiran la paz vuelve a reinar en el carril piscinero que abandonan.

La contrapartida a estos especímenes son “las tortugas desorientadas”. Las calles centrales están clasificadas por niveles de natación: nado básico, medio y avanzado. Pues bien, algunos y algunas parece que no sepan leer o se creen que son mejores que el mítico Mark Spitz. Así que siempre los vemos nadando en una calle de ritmo superior al de sus sobrevaloradas fuerzas, por lo que no es de extrañar ver detrás de ellos una fila india de mil pares de bañadores, como ocurre ahora mismo en la calle seis. Pese a que este personal suele ir a un ritmo muy inferior al que lleva la competencia, encima el muy puñetero pone todas las dificultades posibles para un limpio adelantamiento, por lo que a veces hacerlo suele ser más peligroso que adelantar a un autobús en una carretera de montaña. Cuando llegan al final del largo (un momento apropiado para dejar paso a los que vienen detrás cagándose en toda su parentela), no sólo no se detienen sino que prosiguen en su tortuguera carrera natatoria, provocando las iras de quienes van detrás. El atasco se hace aún más penoso y largo. Menos mal que la mayoría de los nadadores son gente pacífica…

Pero… oigo ruido… Sí, es la hora del curso de los niños. Ahí aparecen, en la cercanía de la calle ocho. Estos son los usuarios más peligrosos. Uno se los encuentra en manadas, en fase de aprendizaje, en una o dos calles disponibles sólo para ellos, con su monitor o monitora al cuidado de todo. No son un problema en el aspecto natatorio pues ellos circulan por su carril y el resto de los adultos por los suyos. El problemón viene porque mucho personal acude a echar unas brazadas a la piscina no sólo para mejorar su físico si no para relajarse y calmar los nervios de la vida diaria, pero con los críos graznando como mil pares de cuervos, la paz y la tranquilidad de espíritu es imposible. ¡Qué de ruido arman los condenados, qué de follón, qué de ensordecedor guirigay! Cuando aparecen, este que les habla sale escopeteado hacia el gimnasio o las pistas deportivas. Un servidor ama la tranquilidad y la paz ambiental por encima de todas las cosas. Así que, sintiéndolo mucho, no tengo más remedio que dejarles pues mi sistema nervioso es capaz de soportar todo menos los bocinazos de treinta cachorrazos.

(Continuará…)