—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

El central que surgió del frío (3)

(Lee la entrega anterior)

Le introdujo en la estancia que hacía las veces de salita, donde Piquito estaba metiéndole tres o cuatro goles al Barça del videojuego con un equipo de su invención.
—¡Metzger!, tío. Joder qué sorpresa más cojonuda. Eres la hostia.
—No Piquito. Tu no máss prriovocarrr palabrros feos en Meztger. Ya Metzger saberrr que no tenerrr que decirrr. Y tu madrrie aquí.
—Ella está acostumbrada y a ti voy a prrieparrarrr alguna —imitó Piquito—. ¡Capullo!, ¿cómo por aquí?

» Metzger se quedó in albis. Sólo entendió que Piquito sabía que allí jugaban liguillas indoor para no perder la forma.

Metzger, que ya entendía bastante castellano, aunque aún no tenía mucho vocabulario, quedó descifrando la pregunta retórica de Piquito. Son estas las cosas que descuadran a un extranjero, y Piquito que adivinaba las dudas del alemán cuando le hablaba así, disfrutaba haciéndole cavilar. Y Metzger lo agradecía, pues era inteligente y le hacía esforzarse más en la comprensión del idioma.
—Yo venirrr a verrrte, Piquito. Y trrraerrrte un librrro, perro me dicen que tu no saberrr leerrr —y le dejó sobre la mesita un libro envuelto en papel de regalo.

A Piquito esto le picó bastante y se puso a la defensiva.
—Sí sé leer. Y leo de corrido ¿Quién te ha dicho que no sé leer?

Metzger no entendía qué era leer de corrido pero sí supo que había pinchado en hueso y soltó una sincera carcajada echando su gran cabeza hacia atrás.

Inmaculada lo observaba desde la puerta, y veía que en este hombre todo había de ser grande. Algo había en el teutón que le llamaba la atención y la fascinaba. Él era rubio, como ella, pero de un rubio más platino y no tan rubicundo como ella. Piquito le había hablado muchas veces de él, de los entrenamientos, de los desplazamientos, de los partidos, de las bromas de vestuario… Y de pronto recordó alguna de las intimidades que le había contado su hijo con la alegría y la confianza de un hijo con su madre. Inmaculada notó que empezaba a sonrojarse y salió hacia la cocina sin decir esta boca es mía mientras Metzger tomaba asiento en el pequeño tresillo, al extremo de la pierna estirada de su compañero. Allí los dejó, bromeando mientras Piquito destrozaba el papel de regalo.
—¡Hostia, tú! El libro del Pepe Reina y las anédotas del mundial. Joder, éste sí me lo termino, tío.
—Tío, tío, no terrrminas nunca un librrro, ¿qué?

Piquito se puso serio porque notaba que Metzger iba a cebarse con el rollo de la lectura. ¿Quién cojones le habría dicho nada a Metzger?
—¿Y qué tal por los campos de entrenamiento?
—¡Oh!, frrrío. Pero no como en Alemania. Allí entrrienamos dentrrro porrrque hay cinco grrrados o diez grrrados bajo cero en invierrrno, Piquito.
—¡Ah!, sí. Y se para la liga y jugáis a un futbito con sintético, qu’os he visto alguna vez por la tele… —y Piquito quedó pensando—. ¡Toma!, ahora que lo pienso, a lo mejor t’he visto algún día jugar por el Eurosport y yo sin saber que eras tú…

Metzger se quedó in albis. Sólo entendió que Piquito sabía que allí jugaban liguillas indoor para no perder la forma. En ese momento reapareció Inmaculada con un bizcocho que había estado haciendo por la tarde y lo dejó sobre la mesita. Y mientras iba a salir de nuevo, añadió:
—Con este frío hay que reponer fuerzas tomando algo caliente, señor… –y no utilizó el apellido del alemán por miedo a pronunciarlo mal–. Ahora traigo un café, que está terminando de subir.

Fue cuando Inma llamó “señor” a Metzger, que Piquito se dio cuenta de que no había presentado a Metzger a su madre.
—Perdone, madre; espere, que no les he presentao. Aquí tiene al gran Metzger: 33 años de puro músculo, un metro noventa de edad y 92 kilos de altura.

Nos pasó como al abuelo y nunca supimos si Piquito se había liado o si había hecho un chiste a propósito. Inmaculada se había dado la vuelta y miraba ahora a Metzger con una sonrisa especial y éste mientras se levantaba a estrecharle la mano para corresponder a la presentación se dio cuenta de que Inmaculada estaba muy bien formada: rubia, guapa, con unos bonitos y exuberantes pechos y una sonrisa que le llenaba toda la cara. Hubo un contacto visual que duró por espacio de largos segundos, mientras Piquito, ajeno a lo que allí estaba pasando, había cogido el libro y lo había comenzado a ojear.

Tras la larga mirada mutua Inmaculada volvió a la cocina pues ya estaba oliendo a café por toda la casa. Por su parte Metzger decidió investigar por su cuenta.
—¿Y cuándo viene tu padrrie, Piquito?
—No tengo padre —le espetó mientras seguía mirando alguna foto del libro.

Metzger pareció no entender:
—Pero todo el mundo tiene padrrie, Piquito.

(Continuará…)