—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

El central que surgió del frío (2)

(Lee la entrega anterior)

Más adelante, cuando pudo empezar a pisar levemente, a estas rutinas se incorporaron sesiones de hidroterapia en la piscina del complejo. Sobre la una del mediodía llevaban a Piquito de vuelta a casa, donde debía pasar toda la tarde en reposo. Todas las tardes un empleado del club, a veces el médico, otras el psicólogo deportivo, en alguna ocasión alguien más próximo al equipo, se pasaba por casa de Piquito, más por certificar que estaba en casa que porque hiciera falta.

» Cuando Inmaculada abrió la puerta de la pequeña vivienda de protección oficial se encontró con un fornido armario rubio 4×4.

El psicólogo pronto constató la férrea determinación del chaval. Y es que a estos deportistas humildes nadie les ha regalado nada para llegar donde están y suelen ser disciplinados mientras son jóvenes, más por miedo a perder lo que tienen que por convencimiento personal. Luego, a muchos, cuando les llega la fama y el dinero, el cuerpo les pide más diversión de lo que deben… Tratan de recuperar el tiempo perdido y disfrutar de todo cuanto se privaron mientras fueron adolescentes. Y en ocasiones, las compañías, los malos consejos, la inexperiencia y la poca cabeza les llevan por derroteros rayanos en lo delictivo. Llegados a este escabroso punto dejaremos de divagar para retomar nuestra historia.

Piquito ya era tremendamente popular en su barrio, pero con el éxito en el fútbol comenzó a gozar de fama, que no es lo mismo aunque lo parezca. Inmaculada, su joven madre, vio la necesidad de regular los horarios de visitas, pues el chico necesitaba reposo y él no paraba de moverse con las visitas a todas horas. Así que tras los primeros días se impuso el orden y el sosiego. Piquito necesitaba echarse la siesta pues como confesaba (en sus propias palabras): “las horas de rehabilitación y gimnasio ‘me quedan’ baldao”.

Era preciso mejorar la educación y la forma de expresión del chaval, y López —que nunca fue al humilde domicilio de Piquito pero que le llamaba casi a diario— vio la oportunidad de enviarle un profesor para mejorar su cultura básica, pues todos veían que estaba llamado a comparecer en más ruedas de prensa que un diputado. De paso se conseguía ir imponiendo hábitos saludables en las rutinas vespertinas del chaval.

Piquito había convencido a López de que le enviara al mejor: don Faustino. López no sabía quien era el tal don Faustino, pero accedió cuando Inmaculada le envió mensaje de que ella también confiaba en el profesor. Así que tres tardes por semana don Faustino se pasaba por casa de Piquito para repasar algunas asignaturas. El profesor al principio no quería cobrar ni un euro, porque ya lo estaba haciendo desinteresadamente y de mil amores. Pero fue Piquito quien le dijo que no hiciera el tonto porque el dinero venía de alguien a quien le sobraba la pasta, lo cual acabó con los reparos de don Faustino para facturarle a López un precio justo.

Organizadas las tardes y puesto el orden en el domicilio familiar, Inmaculada pudo también relajarse y descansar, porque mientras duró el ajetreo de la primera semana de gente entrando y saliendo, la pobre mujer no podía descansar en su propia casa, y a las seis de la mañana, inexorablemente, el despertador sonaba para ella.

La nochebuena no la habían podido pasar en la casa del pueblo con el abuelo en la ya acostumbrada reunión familiar, por lo que el viejo cascarrabias había accedido de muy buena gana a pasarla en Mospintoles. La tradicional reunión familiar podía esperar al siguiente año.

—¡Qué sería de las tradiciones si no pudieran romperse!, ¿eh abuelo?

Y el viejo le había dicho que sí, sin saber si el chaval le estaba tomando el pelo o lo había dicho totalmente convencido.

El día de las inocentadas Piquito esperaba que alguien se presentara a gastarle una broma, y estaba preparado para cualquier contingencia. Solía ser el blanco de las burlas de sus colegas ya que su síndrome de Asperger aún sin diagnosticar le hacía un objetivo propicio. Pero él, con su buen humor, se divertía tanto o más como quien se las gastaba. Era este carácter afable de Piquito lo que le abría cualquier puerta a la que llamara.

Sin embargo quien se presentó a primera hora de la tarde de tan señalado día nada sabía de esta tradición española. Cuando Inmaculada abrió la puerta de la pequeña vivienda de protección oficial se encontró con un fornido armario rubio 4×4.
—Buenasss tarrrdes, señora. Quierro verrr Piquito…, si posible.

Inmaculada trató de no parecer asombrada. Nunca había visto a este hombre pero dedujo acertadamente que se trataba de Metzger, el central alemán ex-internacional, fichado en verano por López.
—Pase, por favor. Y disculpe el desorden. No esperábamos visita.

El alemán creyó que debía hacer un cumplido, quizá para evitar a su vez parecer sorprendido por las diminutas dimensiones de la vivienda.
—Bonito piso, señorra.
—Inmaculada. Soy la madre de Piquito.
—¡Oh! Mil perrrdones. Yo soy desconsiderado con usted. Yo soy Metzger, del Rrayo —e hizo una anticuada reverencia que valió para que Inmaculada le empezara a mirar con otros ojos.

(Continuará…)