—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Las pancartas (1)

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Cuando don Faustino llegó al instituto (un edificio horrible construido deprisa y corriendo a finales de los 70) se encontró con una pancarta colgada en la verja: “LLa hestamos en Segunda Dibision!”. Se frotó los ojos, enrojecidos por no haber podido dormir lo suficiente a causa de las celebraciones nocturno-callejeras por el ascenso del equipo local, y entristecidos por una mala noticia que había recibido al escuchar el informativo matinal en la radio.

» Aquella clase era un ejemplo casi perfecto de la realidad social que vivía fuera de aquellos muros, en Mospintoles y en España.

Hoy entraba al Centro una hora más tarde del comienzo habitual de las clases. Aunque no era creyente, dio gracias a San Cucufato (patrón de la razón –ironizaba–) por haberle librado de aquella primera hora donde, a buen seguro, los varios cientos de mozalbetes y mozalbetas que allí se reunían para intentar ilustrarse un poco, habrían celebrado por todo lo alto el exitazo de su equipo. Aquel trozo de tela emborronada de negro y de faltas de ortografía era una evidente prueba de ello.
—¡Felicidades, don Faustino!

Aquella bienvenida procedía de Emilio, el conserje más veterano del instituto, cuyo vozarrón atemorizaba a toda la chiquillería.
—¡Qué felicidad ni qué niño muerto, Emilio! No he podido dormir en toda la noche tras desvelarme el ruido ensordecedor de unos zánganos disfrazados de hinchas del Rayo de Mospintoles, así que traigo el ego avinagrado y presiento, nada más ver la pancarta de recibimiento, que el día va a ser duro de pelar.
—Ya sabe, la chavalería disfruta con estas cosas; para los aficionados como yo, que siempre hemos visto fútbol de tercera, es una buena noticia lo del ascenso.
—¡Si usted lo dice!

Conforme se acercaba al aula de 1º de ESO A, le iban asaltando sensaciones encontradas. Particularmente, le asqueaba el chauvinismo barato y la pérdida del buen juicio por un simple triunfo deportivo pero, por otro lado, no tenía derecho a abusar de su rol profesional para hacer ver a aquellos pardillos disfrazados de adolescentes que la vida no es redonda como un balón sino cuadrada como un dado. Cuando ya estaba cerca de la puerta escuchó el silencio más sepulcral. Aquello no era nada normal… Y así lo pudo comprobar cuando entró.
—¡Oé, oé, oé, oé, oeeeeé….oeeeé….!

Don Faustino echó una rápida ojeada a la clase de la que era tutor. Sus queridos zangolotinos y zangolotinas entonaban el clásico canto deportivo con más seriedad que si estuviesen examinándose de Lengua Española. Hasta Martita, negada genéticamente para darle un atinado puntapié a una pelota, berreaba a grito pelado pero marcial ese himno futbolero inventado por algún chimpancé en noche de botellón. Tapándose los oídos, caminó despacio hacia su mesa y haciendo gestos de tranquilidad con las palmas de las manos, esperó que aquel orfeón de púberes acabase la cancioneta de marras.

Cinco minutos, cinco. Aquel guirigay duró cinco eternos minutos en los que don Faustino tuvo tiempo de volver a mirar, ahora detenidamente, a todos sus alumnos. Desde Martita la prodigio a Rafa el deportista, pasando por Manuela –experta en reality show televisuales– y acabando por Sergio, el hijo de la concejal de urbanismo de la ciudad.  Aquella clase era un ejemplo casi perfecto de la realidad social que vivía fuera de aquellos muros, en Mospintoles y en España. En aquellos 27 cantores estaba compendiada la amplia marabunta del “homo tecnológicus”, como gustaba de llamar a la especie humana del siglo XXI.

(Continuará…)