—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

La candidata (1)

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María estaba nerviosa… hubo de reconocerlo. Era su puesta de largo al frente del partido. Las encuestas le otorgaban la victoria, pero desde dentro del vórtice nunca se está seguro de nada: las encuestas previas carecen de valor frente al escrutinio final, y en ello estaban ahora. Su reto era mantener la mayoría absoluta que a duras penas logró Segis en los últimos comicios municipales. Cualquier resultado por debajo de esa marca sería considerado un fracaso. Y el partido no perdona a los fracasados.

» Decidió dejar hacer a sus compañeros y sumirse en una introspección, en reflexiones que tal vez le reportaran mayor tranquilidad que la estéril extrapolación de la tendencia del voto.

No hubo más remedio que hacer la apuesta, y ahora estaba en la mesa sin posibilidad de ser retirada: su futuro político frente al capricho de las urnas. ¿Habría llegado su mensaje al electorado? ¿Cómo la percibían sus convecinos? Ella sería la primera alcaldesa de Mospintoles de la democracia, y aún quizá en toda la historia. ¿Sería misógino el votante a la hora de depositar su voto? Pensando así, al menos las mujeres debían votarla por corporativismo femenino, pero ella se fiaba muy poco de la volubilidad femenil.

La mujer aún no gozaba de autoridad en la España de comienzos del siglo XXI. Cierto que se habían superado muchos objetivos, pero ella estaba en contra de la actual corriente que obligaba a la paridad. La mujer, para ser emancipada de una vez por todas, para demostrar su valía y capacidad, no debía de tener ayudas. En política una mujer vale tanto como un hombre… siempre que lo demuestre. Pero forzar la situación con la dichosa paridad para que las mujeres demostraran su saber hacer era exponer la mediocridad de muchas de ellas. Como la inepcia del grupito de feminoides castradoras que habían empezado a hablar del «empoderamiento» de la mujer en la Comunidad de Madrid. Todo eso no ayudaba nada.

Hacía una hora que se habían cerrado los colegios electorales y comenzaban a llegar las llamadas telefónicas reportando los avances de los escrutinios de cada mesa. Ello les permitía realizar una proyección de la tendencia del voto, conocedores de las costumbres de cada mesa. Sabían qué mesas les eran menos propicias y en qué mesas sus electores madrugaban más, por lo que sus votos estarían al fondo de la primera urna, pudiendo anticipar un vuelco.

Todo este dispositivo era una costumbre que su partido había ido adquiriendo, pero María ignoraba cuál era su utilidad práctica. Pensaba que sólo servía para pasar el rato y no consumirse en un mar de nervios. Sólo al final se sabría si ella y su equipo gobernarían, y si lo harían con mayoría absoluta.

Decidió dejar hacer a sus compañeros y sumirse en una introspección, en reflexiones que tal vez le reportaran mayor tranquilidad que la estéril extrapolación de la tendencia del voto.

Recordó el último mitin que su partido ofreció en Mospintoles, con fiesta y concierto que debían finalizar antes de las cero horas dado que en ese momento comenzaba la jornada de reflexión.

Todo estaba controlado aquel último día de campaña… todo excepto don Faustino. El profesor, cabezota, se había negado a participar en ningún mitin aduciendo que no iba en puestos de salida. Al final se había empeñado en ir de número dieciséis cuando la mayoría absoluta estaba en trece concejales y quince ediles era el mejor resultado del partido en Mospintoles.

Se dejó convencer para acompañarla en la lista electoral –de Consigliere, decía Sebas– pero no parecía tener ganas de volver a verse en el ayuntamiento. Ella le había propuesto ir de número tres, y más tarde en cualquier puesto entre los diez primeros, pero él se había negado rotundamente. Al menos había conseguido asociar su imagen solvente a su proyecto político. Don Faustino, pese a que él no quería reconocerlo, gozaba de muy buena imagen en Mospintoles. Tenía también sus detractores, ¡como no!, pero precisamente por ser una persona recta… previsible, según él.

Tampoco habían conseguido que modificara su indumentaria; don Faustino era un icono identificable a la legua. Pretendieron que vistiera de manera informal, sustituyendo sus impenitentes pantalones de pinzas por unos vaqueros y sus zapatos negros de corte clásico por zapatillas deportivas, manteniendo su camisa lisa de color claro –sin rayas ni cuadros ni mucho menos estampada–, y la americana de color oscuro, pero a juicio del profesor era un contrasentido quitarle años con un par de cambios cuando le habían dicho que con su inclusión en la lista buscaban la imagen de madurez que ofrecía.

Don Faustino había estado presente en todos los mítines que el partido dio en el municipio como observador, pero aquella tarde le habían preparado una encerrona para que saliera a la palestra. En el último momento le comunicaron que la persona que debía disertar sobre el programa en educación, cultura y deportes no había podido acudir, y no sería bien visto que uno de los ponentes repitiera.

Aceptó a regañadientes, diciéndoles que aquello era una celada –¿por qué utilizaba siempre palabras tan poco habituales?– y María le dio una cuartilla con un guión. Ella sabía que el profesor no necesitaba más y que solventaría la papeleta sin haberse preparado el discurso. Don Faustino, sin leerla, realizó tres pliegues en la hojita y la hizo desaparecer en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta.

Cuando llegó su turno le presentaron por megafonía como “don Faustino, al que todos conocéis”, y el profesor se levantó de la silla que ocupaba junto a los otros ponentes y dio un paso al frente. Se quedó mirando a la muchedumbre, que había animado el mitin con las frases y vítores al uso, y llevándose una mano a los ojos, como tapándoselos, agarró el micrófono que había junto al atril y se desplazó por el escenario. A continuación pidió que apagaran unos focos que le molestaban. A todos los que habían salido antes les molestaron esos focos, algunos con muchas millas mitineras a la espalda, pero ninguno tuvo la sangre fría de pedir que apagaran aquella línea de luces.

María recordó que en aquel momento se sintió impaciente y expectante: ¿por dónde saldría don Faustino?

—Agradezco a los técnicos de iluminación su trabajo… supongo que el exceso de luces es para destacar nuestras figuras, pero a mí ya me conocen todos ustedes y con esta sobreiluminación yo no veo sus rostros. Y, francamente, me resulta difícil hablar a quienes no puedo mirar a la cara.

(Continuará…)