—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

La odisea (de don Faustino) (5)

(Lee la entrega anterior)

Cuando llegó a la Comisaría le pareció revivir una escena ya conocida. El ajetreo de policías era incesante pero allí nadie preguntaba qué quería. Pareciera que se había vuelto invisible. Menos mal que apareció por allí un policía que peinaba canas y arrugas, casi tan mayor como el viejo profesor, y fuese porque lo vio con cara de pena o por solidaridad en las cosas de la edad, le preguntó qué deseaba, pero no esperó la respuesta de don Faustino.
—Tiene que subir a la primera planta y esperar en la puerta izquierda conforme entra en el pasillo a mano derecha. Allí podrá presentar la denuncia.
—Perdóneme pero no es eso lo que me trae por aquí.

» Don Faustino dejó un billete de diez euros en el asiento, asegurándose de que el taxista estaba muy pendiente del policía y no le veía, y se bajó raudo del coche.

Don Faustino expuso su caso lo más brevemente que pudo. Tras escucharle pacientemente, aquel policía nacional tan amable le dijo:
—Feo asunto, señor. La Policía Nacional y la Municipal no tienen responsabilidad alguna. Es más, han actuado intachablemente. Aquí quienes han metido la pata han sido los del Juzgado y los de Tráfico pero dudo mucho que paguen por ello. Me temo que la mejor opción para usted, si es que quiere recuperar el coche a la mayor brevedad, sea la de ir al depósito y pagar lo estipulado para poder llevárselo. Que esa es otra: no entiendo cómo un servicio que debería ser público y municipal está en manos privadas, con la de dinero que da. Tenemos unos políticos que piensan con las orejas.

Don Faustino asintió con la cabeza sin darse cuenta, en esta ocasión, que desde hacía unas semanas él también estaba metido en el mismo saco. Le dio las gracias a su tocayo de edad y salió igual que llegó, con un cabreo de narices. Fuera, en la calle, hacía un sol abrasador. Miró el reloj por enésima vez. Su lado pragmático y cerebral le impelía a coger un taxi e ir camino del depósito para sacar el coche y, luego, acudir al Juzgado a poner una denuncia, aunque no sabía contra quién. Su lado más rebelde y visceral le reclamaba no darse por vencido, no pagando por los errores ajenos. Pronto pasó un taxi. Se subió al mismo y tomó una decisión:
—Por favor, al juzgado.

Por el camino fue contándole al taxista lo que le había ocurrido.
—Son todos unos hijos de puta –replicó indignado el taxista, como si a él mismo le estuviera pasando semejante sinrazón–. Ni funciona la policía, ni funciona la justicia ni funciona nada. Todo es un desastre, con tanta leche de autonomías, tanto político viviendo del cuento y tanto mangante suelto.

Aquel taxista tenía la lengua demasiado larga, cosa que no suele ser excepcional en dicha profesión. Don Faustino se arrepintió de haberle contado su historia pero ya era demasiado tarde.
—Acabaremos como en el 36, a tiro limpio los unos contra los otros.
—No sea usted exagerado, hombre, que una cosa es lo que me ocurre y otra convertirla en el inicio de una nueva guerra civil.
—Ya estamos aquí. Fíjese la cola que hay en la puerta. Y la cara de malas pulgas que tiene el poli que la vigila. Que le digo yo que esto acabará muy mal, pero que muy mal…
—¿Cuánto le debo? –don Faustino tenía unas ganas locas de abandonar a aquel señor tan extremista.
—No le cobro ni un euro. Para que vea que todavía quedamos personas decentes y que sabemos vestirnos por los pies.
—No puedo permitir que usted no quiera cobrarme nada…
—Ande, ande, bájese pronto porque el poli de la cola ya viene para acá para echarme la bronca de siempre. Cuídese, amigo, porque lo va a necesitar…

Don Faustino dejó un billete de diez euros en el asiento, asegurándose de que el taxista estaba muy pendiente del policía y no le veía, y se bajó raudo del coche. Aquel hombre sería lo extremista que fuese pero había tenido un buen detalle al no querer cobrarle. El huraño policía se dio media vuelta, de regreso a la fila, mientras el taxi se alejaba en la lejanía.

[Continuará…]