—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Drama y comedia (3)

(Lee la entrega anterior)

A las cinco de la tarde, justo cuando acababan de llevarse a Fulgencio para su operación, en la habitación 314 comenzaron las idas y venidas. Todo comenzó cuando una hora antes apareció la fiebre, que en cuestión de poco tiempo comenzó a subir hasta los 40 grados. También ascendió la tensión arterial, acercándose a límites preocupantes. En cuestión de quince minutos el cuadro clínico empeoró ostensiblemente. Inmaculada parecía ida, ausente. Su pulso había descendido y no respondía a los estímulos de voz. Inmediatamente los doctores decidieron ingresarla en la unidad de cuidados intensivos. Su vida estaba en peligro.

» A continuación vieron cómo su mano derecha se movía ligeramente y alzaba el dedo pulgar hacia arriba como queriendo decir “todo va bien, sigo en esta puta vida”.

La señora Rosa, la encarga de cuidar a Inmaculada en horario de mañana y tarde, llamó con urgencia a Piquito, quien en esos momentos descansaba en casa. Cuando sonó el teléfono algo instintivo le dijo a la joven estrella del Rayo que aquella llamada no era una llamada cualquiera.
—Señor, venga pronto al hospital, su madre está grave y se la han llevado a la UCI.

Piquito colgó sin decir palabra. Ni en sus peores pesadillas (y más de una había tenido desde que su madre le comunicó lo del tumor en el pecho) había imaginado que podría verla en ese estado. Su madre estaba acostumbrada a bregar con las adversidades y, por encima de eso, era una mujer joven y fuerte. No acababa de creerse que estuviera viviendo aquella crisis. Se vistió lo más deprisa que pudo y se sorprendió balbuceando una vieja oración de cuando le dio clase don Rosendo. Fue entonces cuando recordó que Metzger estaba de viaje y que no llegaría hasta entrada la noche. Decidió no llamarle para no convertir su viaje de regreso a casa en un infierno lleno de dudas y malos presagios.

A la misma hora en que estaban operando a Fulgencio, Inma se debatía entre la vida y la muerte. Los esfuerzos de los doctores, en los que era evidente la cara de preocupación extrema, iban encaminados a normalizar cuanto antes las constantes vitales tan alteradas de aquella mujer joven y guapa que veían alejarse cada vez más de esta vida. Cuando llegó Piquito, ojos llorosos y nervios a flor de piel, notó como si alguien le diera cien patadas a la vez en todas las partes de su cuerpo. Ver allí a su madre, rodeada de cables y aparatos por todos lados, recibiendo la atención de los doctores y enfermeras, le hizo sentir algo que nunca había sentido hasta ese momento: terror. Temblaba de los pies a la cabeza. En esos momentos cayó en la cuenta de que allí estaba Rosa, la mujer que cuidaba a su madre durante el día, y que llorosa abría sus brazos para acogerlo en su seno. Piquito se dejó hacer y allí quedó, acurrucado como un pajarillo herido, perdida la noción del tiempo y sollozando sin poder contenerse.

Aquel largo abrazo con una mujer prácticamente desconocida pero que vivía aquella dramática situación de Inmaculada como si ésta fuera de su familia hizo reaccionar a Piquito cuando logró calmarse. ¡Qué solo estaba! Sin hermanos y sin padre conocido, sólo había tenido el cálido amor de su madre y la adoración de su abuelo. La sentida voz de Rosa le hizo regresar del ensimismamiento:
—Se salvará, Piquito.
—Dios te oiga. ¿Qué tengo que prometer a ese que dicen que está ahí arriba, tan poderoso y tan bueno, para que mi madre siga viva a mi lado?
—No lo sé, hijo. Nosotros poco podemos hacer. Los médicos están preocupados y hacen todo lo posible. Es ella la que tiene que reaccionar. Tiene que reaccionar… Mira, parece que se mueve un poco. Sí, se mueve…
—¡Intenta mirarnos, Rosa!

Entonces Piquito levantó los brazos y empezó a dar saltos.
—¡Mírame, madre, estoy aquí!

La cristalera insonorizada que separaba a Inma de su hijo no fue obstáculo para que las palabras llegaran con nitidez a la enferma. Eso pensaron Piquito y Rosa, todo emocionados, cuando de pronto vieron cómo giraba la cabeza en dirección a la cristalera y fijaba la vista, ojos tristes y apagados, en ella. Y cómo, tras unos segundos que parecieron eternos, aquellos ojos, en otros tiempos hermosos y vivarachos, parecía que sonreían, que volvían a tener color y vida. A continuación vieron cómo su mano derecha se movía ligeramente y alzaba el dedo pulgar hacia arriba como queriendo decir «todo va bien, sigo en esta puta vida».

Sin dejar de mirar a Inmaculada, Piquito y Rosa se abrazaron nuevamente.

No muy lejos de allí, en un quirófano cercano, se habían encendido las alarmas. El paciente, un hombre viejo pero de aspecto saludable, que había entrado contando chistes a todos los presentes y deseándoles que hicieran una buena faena, empezaba a dar síntomas de fallo cardiaco. La operación era rutinaria, pero los monitores desafiaban a la monotonía. Aquel viejecito tan simpático estaba debatiéndose entre la vida y la muerte.

[Continuará…]