—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Drama y comedia (2)

(Lee la entrega anterior)

El Hospital de Mospintoles estaba aquel día a rebosar. En realidad, como todos los días, como siempre. Muchos enfermos tienen el mal hábito de ir al hospital en busca de remedio urgente a sus males cuando es a otro tipo de centro médico adonde deberían acudir. A ello se une nuestra mala costumbre social de ir al hospital a ver a los enfermos, como si a estos les agradase mucho tanta visita (y ruido) así como tener que decir siempre lo mismo a los pelmazos que acuden a interesarse por cómo están. ¡Cómo van a estar los pobres: bien jodidos! Por otro lado, desde los hospitales se hace bien poco por erradicar estas continuas y atosigantes visitas a los enfermos que acaban convirtiendo los pasillos y habitaciones en lugares más atestados de público que el metro en hora punta. Dado que en cada habitación hay dos pacientes, y a veces tres, el número de forasteros se convierte en aglomeración insana para los que están en el hospital pasando un bache de salud, pero cualquiera erradica usos sociales tan arraigados en la ciudadanía.

» —¡Me cago en la madre que parió a Copete! Con la cantidad de malvados y de capullos que hay en el mundo y siempre le pasan estas cosas a la gente más estupenda…

A Inmaculada le adjudicaron la habitación 314. La noche anterior había sufrido un desmayo en casa y, tras acudir a urgencias, al ser una paciente de alto riesgo, la encamaron para un mejor control médico. Llevaba una semana con las defensas muy bajas, hasta el punto de tener que aplazarse la correspondiente sesión de quimioterapia, y su estado anímico rozaba la depresión. Comía poco y lo poco que le entraba en el cuerpo solía vomitarlo pese a que desde el principio del tratamiento se estaba tomando un medicamento para prevenir los vómitos y náuseas. Los médicos habían recomendado a Piquito que la medicación paliativa se la administrara terceras personas pues tenían la sospecha de que Inmaculada no se la tomaba o lo hacía sin la regularidad debida. Quizás por ello, y por la dureza del tratamiento, había sufrido un evidente retroceso tanto físico como anímico. Tras la alarma de esa noche, los médicos estimaron más prudente tenerla en observación ya que temían que estuviera incubando una infección, lo cual sería gravísimo dado el débil estado en que se encontraba.

Antes del inicio del tratamiento Piquito discutió con su madre sobre la necesidad de recibir la quimioterapia en un hospital privado de carácter exclusivo pero Inmaculada se negó en redondo aduciendo que, según le habían dicho, el Hospital de Mospintoles era un centro pionero en los protocolos más avanzados de curación del cáncer. En su contra estaba la masificación de los enfermos (las fechas invernales, por otra parte, la facilitaban) y la pérdida de intimidad al tener que compartir la habitación con al menos otro paciente. Piquito no daba su brazo a torcer pero la madre acabó saliéndose con la suya. Además, decía Inmaculada, el coste del hospital privado es muy elevado y no están los tiempos para despilfarrar el dinero, máxime tras la compra de la nueva residencia. Piquito acabó convencido con la argumentación de su madre pues el nuevo chalé de lujo, sito en una zona exclusiva de la ciudad, le había costado un ojo de la cara.

Serían las nueve de la mañana. Inmaculada se encontraba muy tranquila pese a que toda la noche la había pasado casi sin dormir. A su lado estaba la señora contratada por Piquito para atender a su madre en el horario nocturno. En la cama de al lado no había ningún enfermo. Por el momento…
—Buenas tardes, señoras…

Quien saludaba a Inmaculada y su asistenta era un hombre pequeño, con la cara curtida y llena de arrugas, con una boina sobre una cabeza de escaso pelo y una sonrisa de oreja a oreja que dejaba ver una dentadura postiza perfecta.
—Buenas tardes… –contestó la acompañante de Inma.
—Me llamo Fulgencio si ustedes no mandan lo contrario.

Inmaculada lo miró con tristeza pero al ver su expresión bondadosa y alegre sonrió levemente.
—Yo soy Inmaculada y ella es Matilde –dijo con aire cansino pero afable.

Fulgencio acababa de ingresar en el hospital pero le había faltado tiempo para salir de la habitación y merodear por los pasillos. Pero sabía lo que se hacía…
—Encantado de conocerla, señora Inma. Mi hijo es muy amigo de Piquito. Él también juega al fútbol, sólo que en el Alcorcada. A ver si hay suerte y la temporada que viene lo ficha el Rayo… Siento que esté aquí entre estas paredes nada agradables pero la salud manda, ya sabe… A mí me operan esta tarde de la próstata. Bah, una cosa sin importancia, aunque por mi edad ya no estoy para muchos trotes. ¿Y a usted qué tal le va?
—No hable, Inmaculada, yo se lo diré al señor…

Entonces Matilde le explicó con dos frases lacónicas el motivo de que Inmaculada estuviera tendida en aquella cama. La reacción de Fulgencio no se hizo esperar.
—¡Me cago en la madre que parió a Copete! Con la cantidad de malvados y de capullos que hay en el mundo y siempre le pasan estas cosas a la gente más estupenda…
—¿Y lo suyo es grave? –susurró Inmaculada.
—Pues no lo sé, pero según los médicos hay que intervenir. Me han dicho que la tengo muy gorda… La próstata, se entiende, porque a mi edad ya todo lo tiene uno fofo y escuchimizao… Luego la analizarán a ver si tiene cosas malas. En fin, para qué preocuparse si de algo hay que morirse… Los que como yo pasamos de los setenta, debemos estar preparados para verle las orejas al lobo en cualquier momento.
—Pues parece que tenga sesenta años…
—Usted que me mira con muy buenos ojos, señora Matilde, pero los médicos no, ellos a lo suyo, a ver cómo nos pueden matar…
—¡Tampoco es eso!
—Que sí, mujer, que por eso les llaman también matasanos… Aquí donde me ve yo sólo he tenío una enfermedad. ¡El sarampión! Cuando era un retaco… y vivía en mi Sevilla del alma. Y eso que he fumao, he bebío, y he comío de todo. Ahora, con setenta primaveras cualquier tontería es capaz de dejarme hecho polvo, como esta maldita próstata. Lo mismo es capaz de llevarme al cementerio…
—¡Jesús, qué pesimista es usted! –respondió Matilde, algo molesta pues era bastante supersticiosa.
—Perdóneme, señora…, mire que soy bruto…

En esos momentos entró en la habitación Piquito acompañado de un joven alto y atlético.
—Señoras, les presento a mi hijo, Fulgencito. Le llamo así porque es el más pequeño de mi numerosa prole. Cinco hijos como cinco soles. Todos machotes. Este llegó cuando yo ya creía que me había llegado la pitopausia.
—No crean todo lo que dice mi padre. Le encanta contar trolas. Te presento a Piquito, papá.
—¡Ostras, el gran Piquito! ¡Venga un abrazo, picha!

Allí estuvo aquel señor tan mayor, tan locuaz y tan ameno durante media hora, enhebrando una conversación interminable en la que a un chiste sucedía otro. Y aunque Inmaculada estaba cansada, aquellos minutos se le pasaron volando. Justo cuando llegó el relevo de Matilde, Fulgencio se despidió pues ya le estaban buscando las enfermeras por todo el hospital. Aquel clima de cordialidad y buen humor, presagio de buenos augurios, no se hizo realidad en las horas posteriores.

[Continuará…]