—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

El niño ajedrecista (1)

[En 5 entregas diarias]

Sergey Vasíliev era un niño alegre y dicharachero cuando llegó a España procedente de Rusia. Tenía entonces cuatro años. Sus padres, Alexandr y Svetlana, habían venido a nuestro país huyendo del suyo. No es que fuesen delincuentes; muy al contrario, Svetlana era una periodista de éxito y Alexandr un empresario dedicado a exportar productos típicos a la Unión Europea, desde las clásicas muñecas rusas a conservas, música, películas, etc.

» Un día la periodista recibió en casa varios anónimos amenazantes conminándole a que dejase el periodismo escrito así como sus colaboraciones en internet.

El matrimonio formaba una pareja feliz pese a que Alexandr no estaba de acuerdo con el excesivo espíritu crítico de su esposa, que trasladaba a sus trabajos periodísticos, y que le había granjeado la enemistad de las más altas instancias del gobierno de la ciudad y hasta del Kremlin moscovita. Ello le incomodaba porque, estando bien relacionado con la clase dirigente local (vivían en Klin, una ciudad de unos 80.000 habitantes, situada a 85 kilómetros de Moscú), comprobaba cómo la actividad de su mujer le estaba empezando a perjudicar en los negocios. Varios periodistas muy críticos con el régimen habían fallecido en los últimos años, asesinados casi con toda seguridad, y Alexandr, aunque no tenía ni idea de política ni quería tenerla, era consciente de que las informaciones e investigaciones de su mujer podrían acarrearles muchos problemas e incluso desgracias. Francamente, no tenía ganas de quedarse viudo antes de tiempo, o de arruinarse por culpa de su esposa.

Svetlana, sin embargo, mantenía su cruzada democrática y periodística con aquellos a los que consideraba herederos de la vieja guardia comunista, aquella que había reprimido ferozmente a su país y a su gente desde los viejos tiempos de Stalin hasta la llegada de Gorbachov. Un poder totalitario que aún se mantenía en la sombra pese a las sucesivas elecciones habidas, todas manipuladas como atestiguaba la prensa y los observadores internacionales. El más claro representante del viejo totalitarismo, ahora reconvertido en demócrata de pacotilla, era el propio Putin.

Un día la periodista recibió en casa varios anónimos amenazantes conminándole a que dejase el periodismo escrito así como sus colaboraciones en internet. En ellos le llamaban antipatriota y enemiga del pueblo, además de acusarla de trabajar para una potencia extranjera y de poner en riesgo la seguridad nacional. Todo aquello eran palabras mayores pero mostraban con claridad que sus investigaciones periodísticas estaban en lo cierto, especialmente sus últimos hallazgos sobre las finanzas corruptas del gobierno de Klin, con réplicas similares en otras ciudades de la región. Pese a todo, decidió ocultar los anónimos a su marido y tomar las máximas medidas de seguridad personal.

Dos días más tarde, cuando regresaba a casa procedente de Moscú en el ferrocarril que une esta ciudad y San Petersburgo, observó un comportamiento extraño en dos hombres, quienes nada más bajarse del tren comenzaron a seguirla a una prudencial distancia. Como su domicilio estaba situado a escasos doscientos metros de la estación, pensó que no corría excesivo riesgo por cuanto muchos viajeros solían desperdigarse avenida abajo, camino del centro de la ciudad, pasando justo por la calle y acera donde ella vivía. De este modo, podría ocultarse entre la gente.

Cuando llegó a la altura del primer semáforo se escucharon varios ruidos secos, como si fueran disparos. Intuyó que intentaban matarla desde la acera de enfrente, pero aquel día no había llegado aún su hora de abandonar este mundo porque oportuna e inopinadamente se cruzó entre ella y los pistoleros un chaval que circulaba montado en patines. Fue él quien cayó al suelo, reventado por las balas, mientras que Svetlana aprovechó el revuelo consiguiente para escabullirse entre la gente que salía corriendo en todas direcciones. Varios metros antes de llegar a la puerta de su casa comenzó a vomitar. Había corrido por encima de sus fuerzas y temblaba como un flan.

No tuvo tiempo ni de entrar en la cocina, donde en aquellos momentos la asistenta estaba dando de comer a Sergey, su hijo, cuando comenzó a sonar el teléfono. Lo descolgó con miedo. Una voz de hombre que sonaba fría y dura como el metal preguntaba por ella. Svetlana sacó inmediatamente de su bolso una pequeña grabadora y la aplicó al teléfono.
—La próxima vez no fallaremos. Ampliamos la pena de muerte también a su marido e hijo.

La comunicación se cortó. Rebobinó la grabadora pero no se había registrado nada pues habían actuado con gran rapidez. Entonces se acercó a la ventana y descorrió levemente un visillo. En la acera de enfrente vio cómo dos hombres salían de una cabina telefónica. Le pareció que eran los mismos que la habían seguido desde la estación de tren.

Por fortuna su marido estaba de viaje comercial en Ucrania, en Kiev, ciudad situada a unos mil kilómetros de Klin. Allí no corría peligro pero, en contrapartida, estaba demasiado lejos para poder ayudarla a escapar de aquellos esbirros del gobierno local, pues no tenía ninguna duda de que lo eran. Demasiado tarde para lamentarse, para darle la razón a Alexandr.
—Un día de éstos nos van a dar un disgusto —le había dicho su marido antes de salir de viaje a Kiev.

[Continuará…]