—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

El niño ajedrecista (2)

(Lee la entrega anterior)

No me pregunten cómo Svetlana consiguió salir de Rusia y recalar en España en sólo tres días, los siguientes a aquel intento de asesinato. Nunca se supo cómo lo hizo aunque es seguro que en la huída debió de contar con el asesoramiento y ayuda de algunos amigos, de colegas de la profesión periodística e -incluso- de algún diplomático extranjero. Lo importante es que logró salir sana y salva junto a su pequeño hijo, recalando primero en Kiev, donde se reunió con su marido, y luego emprendiendo una huída hacia el oeste, en dirección hacia alguna democracia europea donde ella pudiera disfrutar al fin de la libertad de expresión que en su ya ex-país a veces conducía a la muerte.

» Cuando Juana asomó por la puerta del salón dio un grito, apagado por la mano de su marido, que le tapó inmediatamente la boca.
—No debemos tocar nada. Vamos al dormitorio de los señores…

En su periplo europeo recalaron en Berlín y allí se hubieran quedado, pidiendo asilo político, de no ser porque Svetlana sospechó de un viejo burócrata policial. Aquel día apenas pudo dormir en el hotel por culpa de las pesadillas continuas que sufrió. La más cruel de todas se le presentó como una huída a través del ya derribado Muro de Berlín y en la que unos soldados ametrallaban a su marido e hijo. Justo cuando era ella la que sentía penetrar las balas en su cuerpo, despertaba gritando, como poseída por el demonio.

Aquellas pesadillas decidieron a la joven pareja que el final de su huída no acababa en Berlín sino mucho más al sur de Europa. Entonces pensaron en España. Sabían que en Andalucía, en varias ciudades de la Costa del Sol, había una colonia de rusos, bastante adinerados, entre los cuales seguramente conocerían a alguno. Cierto es que habían oído que, entre ellos, también circulaban miembros de la mafia rusa, encargados de blanquear dinero, de traficar con droga y, en fin, de hacer pingües negocios gracias a las bondades del código penal español. Esto les hizo dudar, pero consideraron que él podría seguir manteniendo parte de sus negocios y que ella podría dedicarse exclusivamente a cuidar del hijo hasta que su nombre cayese en el olvido. Pensaron también que, si por casualidad las cosas se ponían mal, podrían escapar rápidamente hacia el continente africano o el americano.

Durante un año Alexandr y Svetlana descubrieron nuevamente la felicidad. Aquellas tierras andaluzas eran acogedoras, siempre había cerca algún compatriota adinerado que podía echarles una mano y su nueva vida transcurría con placidez y sin sobresaltos. Alexandr viajaba periódicamente por toda Europa abriendo nuevos mercados para su negocio y Svetlana disfrutaba de su hijo, aprendía español y tomaba largas horas de un sol que le alegraba la vida como nunca había imaginado.

El matrimonio no tenía problemas económicos así que, pasados los primeros meses en que aún desconfiaban del prójimo, decidieron meter en casa como internos a un par de asistentes, uno para que cuidara del jardín, la piscina y cualquier asunto de mantenimiento de la vivienda, y otro para que se encargara de la limpieza y las tareas básicas de la cocina. Tras muchos descartes encontraron lo que buscaban: un matrimonio de edad parecida a la suya, unos treinta años, sin hijos, y a los que no les importaba vivir en aquella pequeña mansión, en un par de habitaciones del ala sur.

La vida discurrió plácidamente durante el año siguiente, tanto para el matrimonio ruso como para el matrimonio español encargado de las labores de intendencia. Cada dos fines de semana Julián y Juana, que así se llamaban los asistentes, cogían el coche o el tren y se alejaban de la casa para disfrutar de un merecido descanso durante el sábado y domingo. Su destino era siempre el mismo: Mospintoles. Ambos eran naturales de la bella ciudad madrileña y allí tenían a sus padres y hermanos, así que aquellos fines de semana Julián y Juana regresaban al viejo hogar familiar, a los rincones donde se dieron el primer beso, cuando aún eran unos adolescentes, a los bancos del parque donde interminables tardes de noviazgo acababan en proyectos ilusionantes de una vida común que nunca acababan de llegar porque el trabajo escaseaba. Hasta que un día decidieron liarse la manta a la cabeza y, montándose en un vagón de tren, se fueron a la Costa del Sol en busca de algún empleo en un bar de copas, o en un hotel, o en cualquier sitio donde por fin pudieran empezar a sentirse útiles y ahorrar un dinerillo y poder regresar a Mospintoles y poner un pequeño negocio y casarse y tener varios hijos… La vida es un tren de sueños y alguna gente los ha hecho realidad comprando precisamente un billete de tren hacia lo desconocido. En eso estaban Julián y Juana.

Aquel fin de semana les tocaba libre y emprendieron el viaje a Mospintoles, como siempre. Sólo serían dos días, pero verían a la familia, ella charlaría con sus amigas sobre lo bien que seguía yéndoles con aquel joven matrimonio ruso y él acudiría al estadio del Rayo a ver a su equipo. Desde que se había hecho cargo de la presidencia un empresario llamado López, parecía que las cosas habían cambiado, que todo se hacía con más profesionalidad. La cantera empezaba a funcionar y ya despuntaban algunos jugadores con muy buenas maneras, como un tal Piquito. ¡Ojalá este año subieran de categoría!

El sábado y el domingo pasaron, como siempre, en un visto y no visto. El lunes, casi de madrugada, Juana y Julián emprendieron el viaje de vuelta. Cuando llegaron al chalé marbellí, situado en una zona residencial, todo estaba como lo habían dejado. Llamaron a la puerta pero nadie pareció oírlos. Volvieron a llamar en otras tres ocasiones pues siempre obtenían la misma respuesta: silencio. Entonces, siguiendo las instrucciones ya convenidas, usaron su propia llave para entrar en el recinto. Parecía que allí no había nadie en esos momentos. No era la primera vez, pero aquel silencio le pareció a Julián muy diferente al de otras veces. Cuando entró en el salón comprobó que había un gran desorden.
—Juana, aquí han entrado los ladrones…
—No me asustes, Julián, no estoy para bromas…
—Mira cómo está todo…

Cuando Juana asomó por la puerta del salón dio un grito, apagado por la mano de su marido, que le tapó inmediatamente la boca.
—No debemos tocar nada. Vamos al dormitorio de los señores…

Primero llamaron pero ante el continuado silencio abrieron la puerta muy lentamente. Cuando quisieron darse cuenta ya era demasiado tarde para evitar el impacto de la escena: en la cama yacían los cuerpos ensangrentados, pero reconocibles, de Alexandr y Svetlana. Cada uno tenía un agujero en la frente. Por lo menos…

Entonces, nunca supo el porqué, Juana mantuvo la calma, se abrazó a Julián y le dijo:
—¿Y el chiquillo? ¿Dónde está mi Sergey?

[Continuará…]