—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

El niño ajedrecista (3)

(Lee la entrega anterior)

En cuestión de minutos llegaron varias unidades de la policía, avisada por Julián. En ese breve periodo de tiempo Juana cayó en una profunda crisis nerviosa. Inmediatamente el matrimonio fue apartado del escenario y llevado a una ambulancia, donde le hicieron un primer reconocimiento.
—El niño… qué han hecho con el niño…

» Resultaba evidente que el crimen lo habían realizado auténticos profesionales del oficio. La policía, tras conocer la historia reciente de Svetlana, no tenía ninguna duda de que había allí un móvil político.

Juana volvía a repetir una y otra vez la misma letanía. Cuando por fin el calmante comenzó a hacer efecto, un policía entró en la ambulancia. Traía de la mano a un chaval de unos cinco años, rubio como el sol y blanco como la luna. Estaba tranquilo pero con la mirada perdida.
—¡Sergey, Sergey!

El niño se acercó rápidamente hacia Juana y ambos se fundieron en un emocionado abrazo. Las lágrimas corrían a raudales por sus mejillas. Hasta Julián, un hombre recio y duro como el pedernal, que sólo se emocionaba con los goles de su equipo, no cabía en sí de gozo.
—Salta a la vista que se conocen —dijo el policía con muy poca originalidad.
—¡Es Sergey! ¡Pensé que también lo habrían ma…!

Entonces Julián le tapó la boca a su mujer. Se repetía la misma escena de minutos antes, cuando habían entrado en el chalet y vieron el desorden del salón.
—Perdón… perdón… —Juana se dio cuenta que delante del niño no debía decir nada de lo que les había ocurrido a sus padres. Quizás el niño lo desconocía…
—Venga usted conmigo, Julián…

El policía salió de la ambulancia acompañado de Julián mientras dentro los médicos hacían un reconocimiento al niño y controlaban la evolución anímica de Juana.
—¿Dónde estaba el crío?—Julián estaba impaciente por saber.
—Lo hemos encontrado debajo de la cama. El angelito estaba temblando, con el horror reflejado en su cara.
—Pobrecillo…
—Y más que lo va a ser ahora, sin padres.
—Tengo la impresión que todo ha ocurrido hace poco, un par de horas quizás…
—Eso parece, pero antes quiero decirle una cosa, Julián. Esto va ser también muy duro para ustedes. Puede imaginarse la cantidad de preguntas que les van a hacer sobre esa desgraciada pareja y lo que ha ocurrido. Incluso habrá que descartar que ustedes estén implicados. Es lo normal en estos casos.
—Supongo… he visto cosas así en las películas…

El policía sonrió. Su olfato de años de trato con asesinos y gente malvada le decía que aquel hombre y su mujer, bastaba ver cómo habían reaccionado al ver al chaval, eran completamente inocentes, era gente sana y sencilla, pero se había visto en la obligación de avisarle sobre los quebraderos de cabeza que les daría la investigación del caso.

En cuestión de semanas, tras los registros concienzudos de la policía científica y las declaraciones de los asistentes, amigos y vecinos, el doble asesinato había quedado resuelto en cuanto al modo y tiempo, así como el motivo. Sin embargo, quedaba en el aire casi lo más fundamental: la autoría exacta de aquella salvajada.

El crimen ocurrió alrededor de las cinco de la mañana. Aunque se habían encontrado escasas huellas, lo que delataba que sus autores eran auténticos profesionales, varias briznas de césped del jardín en la entrada interior, pasillo y dormitorio, permitían sospechar que éstos habían sido dos, probablemente un hombre corpulento, casi cercano a los cien kilos, y una mujer menuda y de pelo castaño. Parece mentira que sólo con unos pequeños trazos de hierba adheridos al calzado de los asesinos la policía hubiera podido deducir todo eso. Lo del pelo castaño era porque se habían encontrado varios cabellos sueltos a la altura de la almohada de Alexandr.

Los autores habían entrado al chalet saltando la verja, justo en un lado desde donde era imposible que cualquier peatón de la calle o vecino de un chalé cercano pudiera verles. Previamente habían inhibido la alarma que rodeaba a todo el edificio, lo cual significaba que estaban dotados de una altísima tecnología, sólo en poder de las grandes mafias o de los servicios secretos y policiales.

Pese a las enormes precauciones tomadas por los asaltantes algo imprevisto debió de surgir. La hipótesis que barajaba la policía era que al desactivar la puerta de acceso al edificio se debió producir algún ruido. O quizás fuera que Svetlana estaba despierta. Al parecer tenía problemas de insomnio en los últimos meses. En un correo encontrado en su ordenador, y enviado a alguien conocido, le indicaba su intuición de que algo raro pasaba alrededor y que eso le hacía recordar sus últimos días de Rusia. Aunque estaba en tratamiento médico no lo seguía por miedo, no se sabe si a quedarse completamente dormida o a no estar en estado de alarma. Incluso había sugerido a su marido la conveniencia de irse a los Estados Unidos.

Ese nerviosismo lo había contagiado a su hijo, quien también llevaba varias semanas nervioso e irascible, lo que hacía que más de una noche durmiera en la misma cama que el matrimonio.

La noche del crimen el niño no durmió en su habitación pues la cama estaba perfectamente hecha. La madre probablemente estaba despierta o lo hizo al escuchar algún leve ruido, alertándola. Quizás eso desveló también al hijo o quizás ella misma lo despertó. La realidad es que el niño se ocultó debajo de la cama, seguramente inducido por la madre. La sensación de los investigadores es que ese movimiento ya había sido entrenado por madre-hijo en otras ocasiones pues debió de realizarse a gran velocidad y sin mediar apenas palabras. Mientras tanto, el marido seguía durmiendo, quizás acostumbrado a la situación de vigilia de su mujer, quizás porque había regresado de un viaje de Alemania esa misma noche y estaría muy agotado.

Lo cierto es que, por la disposición de los cadáveres, cuando los autores del crimen entraron en el dormitorio se debieron encontrar a Svetlana sentada en la cama. Le dispararon inmediatamente tal como demostraban los dos orificios que tenía a la altura del pecho. Los mismos se habían realizado a una distancia equivalente a la existente entre la puerta y la cama.

Los criminales debieron actuar a continuación con gran rapidez. Estaban perfectamente preparados para cualquier eventualidad y sorpresa, como la de encontrarse despiertos a los dueños de la casa. A continuación uno de ellos, el hombre, debió dirigirse hacia donde estaba Svetlana para rematarla con un disparo en la frente, a quemarropa, mientras que la mujer hacía lo propio con Alexandr. Un sólo disparo, también en la frente, y realizado a escasos centímetros, fue suficiente para acabar con su vida.

Es muy probable que los asesinos tuvieran también como objetivo matar al niño porque se encontraron indicios de que el hombre entró en la habitación de Sergey así como en los otros dos dormitorios. A continuación la pareja se debió de repartir el trabajo, ya previamente convenido. Mientras la mujer practicaba con arma blanca diversos cortes a los fallecidos, el hombre revolvía el salón como para dar la impresión de que allí habían entrado a robar. No debieron de tardar mucho en irse, siguiendo el mismo procedimiento que a la entrada, el salto de la verja, y por el mismo lugar.

Resultaba evidente que el crimen lo habían realizado auténticos profesionales del oficio. La policía, tras conocer la historia reciente de Svetlana, no tenía ninguna duda de que había allí un móvil político. Tenía razón la periodista cuando empezó a intuir que estaba siendo seguida o vigilada. Por los archivos encontrados en su ordenador era palpable que desde hacía varios meses había reanudado su actividad crítica, tal como se reflejaba en sus colaboraciones anónimas en una importante web rusa y en un blog creado por ella misma. Quizás ese había su gran error, el principio del fin.

En cuanto al niño, era un milagro que los asesinos no hubieran mirado debajo de la cama, si bien un espeso edredón que caía hasta el suelo ocultaba cualquier mirada externa. Probablemente el niño estaba adiestrado por la madre dada la rapidez con que ambos debieron de actuar y aunque el chaval no debió escuchar gritos ni disparos ya que todo fue rápido y silencioso, debió ser consciente de que alguien había entrado en el dormitorio, alguien ajeno a sus padres, alguien que quería hacerles daño… Lo extraño para los investigadores policiales era que, tras abandonar el escenario los autores del crimen, el niño debió seguir escondido debajo de la cama. No había indicios de que hubiera salido. Por fortuna. Probablemente le paralizó el miedo. Sí se habían encontrado restos de orina en el suelo y en su ropa. Otra hipótesis complementaria es que el niño, pasados esos primeros instantes de miedo, se durmió agotado por el cansancio. A raíz de aquella fortísima impresión Sergey perdió el habla por lo que los investigadores no pudieron obtener ninguna respuesta suya hablada, sólo unos cuantos dibujos y un par de palabras escritas, aunque suficientes para poder establecer una secuencia más o menos certera de lo que debió suceder aquella maldita noche.

[Continuará…]