—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

El examen (y 4)

(Lee la entrega anterior)

Como no podía ser menos, allí estaba levantada la mano de Martita, la chica prodigio de la clase.
—Profe, los árbitros se equivocan a menudo pero su autoridad —sujeta a la ley— debe ser respetada por todos los jugadores en el terreno de juego. Fuera del mismo, si lo desean, podrán ejercer las reclamaciones oportunas ante otras esferas deportivas.

» Un aplauso sincero, emotivo y atronador brotó de aquellas manos adolescentes.

A don Faustino se le humedecieron los ojos. Por tres razones. Primero, porque aquella renacuaja tenía una inteligencia superdotada lo que le garantizaba miles de penalidades futuras en un país y sociedad donde lo que se premia era la burricie. Segundo, porque estaba enfadado consigo mismo pues quería a todos sus alumnos por igual y por nada del mundo —salvo error, como hacía un momento— podía dar la sensación de menospreciar o reírse de alguno de ellos. Y tercero, porque se le debía haber metido algún objeto extraño en el ojo.

—Perdonadme, pero tengo que ir al lavabo inmediatamente. Se reanuda el examen, al que añado tres minutos de descuento.

Juro y rejuro, porque yo estuve allí, que nadie osó aprovecharse de la situación poniéndose a copiar como un loco. (O una loca). Cuando don Faustino regresó al aula el silencio se podía cortar con un cuchillo jamonero. Llegada la hora del pitido final, fue el propio Sergio quien pidió recoger todos los exámenes. Cuando los tuvo se los entregó al profe aunque permaneció con uno en la mano: el suyo. Lo puso sobre los demás, sacó su bolígrafo del estuche y escribió un cero en el margen superior derecho. Entonces miró a los ojos de don Faustino y dijo con voz afligida:
—Lo siento, profe. No volveré a hacerlo nunca más.

Fue el momento esperado por la afición. Un aplauso sincero, emotivo y atronador brotó de aquellas manos adolescentes. Todos se pusieron en pie y siguieron dale que te pego, palma contra palma. El viejo profesor acarició tímidamente la cabeza de Sergio y comenzó también a aplaudir. Si alguien llega a entrar en esos momentos en el aula habría pensado que estaba en un psiquiátrico. Al cabo de un breve rato, que se hizo eterno, volvió a reinar el silencio. Un silencio feliz, radiante, festivo. (No me pregunten por los adjetivos porque ni yo mismo sabría razonarlo). De pronto se oyó la voz de Natalia, la ingeniosa:
—Profe, ¿qué demonios quiere decir “cuchufletas”?
—Es lo primero que vamos a hacer cuando regresemos a nuestra aula: averiguar qué diantres significa eso. Y qué significa “¡qué diantres!”.