—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

El regreso del pasado (2)

(Lee la entrega anterior)

Al abrir la puerta la algarabía derivó en un silencio espeso, incómodo, casi sepulcral. Sólo lo rompía el suave chasquido que producían los zapatos de don Faustino al acercase hacia su mesa. No quiso mirar hacia ningún alumno en particular. Cuando estuvo a la altura adecuada en que ya podía divisar de frente a toda la clase, se quitó la chaqueta, la colocó muy despacio, casi nerviosamente, en el espaldar de la silla y se sentó. Notó que le flaqueaban las piernas. Aquellos mocosos tenían la culpa. Los mismos a los que daba clase, unas veinticuatro horas antes, cuando se produjo aquel incidente tan serio en el pasillo. No era cosa de empezar diciendo que abrieran el libro por la página setenta y ocho, así que carraspeó y dijo:

» Tenemos la obligación moral de intervenir en esos problemas cuando por culpa de ellos alguien inocente puede salir malparado. Cuando un hombre está maltratando a una pobre mujer…

—A veces la realidad se convierte en una película. Eso ocurrió ayer a una hora parecida a esta cuando os decía muy serio que las personas somos seres racionales, sin darme cuenta de que justo en ese momento, ahí afuera, en el pasillo, alguien se dejaba arrastrar por la ira, el odio y la irracionalidad. Ese alguien nos asustó a todos y ya visteis que me dio por salir a intentar poner paz. No me arrepiento –volvió a carraspear pero esta vez justificadamente pues tenía seca la garganta–. ¿Tenéis alguna pregunta de gran interés colectivo? Os ruego que la penséis un poco antes de que salga de vuestras bocas. Ya sabéis que el tema fue y es muy delicado.

Pasó un largo y tenso minuto. Nadie se atrevía a levantar la mano pero había preguntas en aquellas mentes adolescentes. ¡Vaya si las había!
—Martita –rompió el hielo don Faustino–, no te muerdas la lengua y pregunta. Seguro que tienes alguna cuestión muy interesante que plantearme.
—Más que una pregunta, profe, es una gran duda. ¿Merece la pena intervenir en los problemas ajenos metiéndose por medio para solucionarlos o, al menos, para intentar ayudar?

Al viejo profesor se le puso la piel de gallina, como le había ocurrido otras veces cuando Marta, la niña prodigio de la clase, decía o escribía cosas impropias de su joven edad. La saliva regresó a su garganta.
—Tenemos la obligación moral de intervenir en esos problemas cuando por culpa de ellos alguien inocente puede salir malparado. Cuando un hombre está maltratando a una pobre mujer. Cuando un joven se ríe o golpea a un viejecito. Cuando amigos nuestros discuten o se enfrentan…
—Pero, profe, –dijo Rafa, interrumpiendo– a veces el que se mete por medio, aunque sea para bien, es el que al final sale cobrando… A mí me pasó el otro día cuando quise separar a dos chicos de 2º B. Por poco me atizan luego los dos…
—Ese es el riesgo. A veces hasta no es oportuno meterse en medio. Quizás fue tu caso. Quizás esos dos chicos estaban peleándose de igual a igual. Quizás lo mejor era que siguieran zurrándose hasta que llegase a separarlos algún profesor. Yo hablaba de cuando alguien abusa sobre otro, de cuando hay una manifiesta inferioridad de una persona respecto a otra, sea físicamente, o por edad, o por posición social…
—Mucha violencia es lo que hay, mucha –saltó sin respetar turno Margarita, la flor de la clase.
—¡Un diez! –respondió rápidamente don Faustino, señalándola con el dedo, evitando así que la chica se enrollase y se perdiera en un jardín.
—¿Un diez le va a poner por decir esa obviedad, profe? –respondió rauda Martita.
—Chica, no todos los dieces van a ser para ti –saltó como gacela en celo Natalia, la ingeniosa–. Deja alguno para los demás, ¿no?

Don Faustino decidió aprovechar el guirigay que se montó a continuación por lo que se cruzó de brazos y dejó que aquellos zangolotinos dieran rienda suelta a lo que pensaban. Sólo se puso como condición cortar de raíz toda intervención ofensiva, pesada o que no viniera al caso. No tardó mucho porque pronto empezaron a asomar las envidias y rencillas naturales que hay en todo colectivo obligado a convivir en un mismo espacio durante horas y horas, semanas y semanas.

* * * * * * * * * * *

—¿Cuánto tiempo me van a tener aquí encerrado?

Remigio estaba que mordía. El mal humor que le había dejado el emisario de López a primera hora de la mañana, incluido el sobre conteniendo algunos miles de euros, como si aquello fuese un pequeño finiquito, se había acrecentado con el paso de las horas pues él se notaba perfectamente bien de salud y, sin embargo, aún le tenían en aquella habitación del hospital. Eran las dos de la tarde cuando entraron dos personas con bata blanca.
—Tenga la comida, señor.

El manotazo a la bandeja la elevó hasta el techo. Mientras, atónitos, el médico y la auxiliar permanecían petrificados, Remigio saltó de la cama perfectamente vestido y se encaminó hacia la puerta. Dando un empujón al doctor, que intentó interponerse en su camino, la abrió y salió a todo correr.
—¡Hijo de Satanás! ¿Lo ha visto, doctor?
—Tranquilícese, mujer. No llegará muy lejos…

No pasó ni un minuto.
—¿Se puede, doctor Ramírez?
—Adelante, inspector…

Entonces asomó el careto por entre la puerta. Sonreía de oreja a oreja. Lentamente entró en la habitación llevando a Remigio esposado. La aventura del recién evadido había sido muy breve.
—El enfermo ya está de vuelta. Sólo quería tomar un poco de aire fresco pero le ha sentado fatal así que, para no oír sus quejas, le he tenido que tapar la boca.
—Ha sido horrible, comisario… –dijo la auxiliar, casi entre sollozos.
—No me suba de categoría, señorita, o señora, o viuda. En fin, que este caballero se cree que todo el monte es orégano y que la policía es tonta. ¡Siéntate ahí, capullo!

» Tras prestar declaración, pasará a disposición judicial. Lo que pase de ahí en adelante no lo sabe nadie más que el juez, aunque lo habitual es que le deje salir por donde llegó. Ya sabe lo que se dice de la justicia: ciega, sorda y muda… Y muchos jugándonos el pescuezo por esa tonta. Es cojonudo.

El inspector Cañeque pidió al médico que le informase sobre el estado actual de salud del fugitivo frustrado mientras daba golpecitos en la espalda a la dama que, toda sofocada, ardía de los pies a la cabeza.
—Vaya en busca de una limpiadora, Virtudes. Muchas gracias y siento lo que ha ocurrido. –dijo Ramírez, paternal.
—Lo mismo digo –añadió Cañeque.
—A este señor le vamos a dar el alta médica dentro de una hora, en cuanto se cumplimenten todos los trámites habituales del caso.
—O sea que… –y se sopló varias veces el bigote gris, dirigiendo la mirada hacia Remigio– el caballero ya está listo para pasar a dependencias policiales donde esperamos que nos cuente qué hacía ayer intentando empitonar a varios profesores del Fernando Orejuela. Seguro que lo hizo por amor a su hijo. Me encantan los buenos sentimientos. Desde que me enteré no he dejado de llorar por la emoción…
—Esta es una copia del alta, fechada para las tres de la tarde de hoy. Ya falta menos de una hora para que sea efectiva.
—No se preocupe. Pondremos en marcha el operativo consiguiente y el tipo abandonará este santo lugar a las tres en punto camino de la comisaría. Luego, tras prestar declaración, pasará a disposición judicial. Lo que pase de ahí en adelante no lo sabe nadie más que el juez, aunque lo habitual es que le deje salir por donde llegó. Ya sabe lo que se dice de la justicia: ciega, sorda y muda… Y muchos jugándonos el pescuezo por esa tonta. Es cojonudo…

El médico salió de la habitación tras estrechar la mano de Cañeque y dirigir un educado saludo a Remigio, quien mostraba un estado de ira contenida. Gracias al pañuelo que le tapaba la boca los enfermos de las habitaciones colindantes podían seguir durmiendo la siesta en paz.
—Eres un hijo de puta, Remigio. Lo primero que tendrías que hacer es besar los pies de quienes intentan domar a ese potrillo salvaje que tienes por hijo aunque yo creo que no es mal chico, sólo que lo tienes muy mal criado. Es probable que lo del Instituto quede en una multa que pagará tu jefe, el señorito López, por la cuenta que le trae pero en Mospintoles unos cuantos conocemos tus andanzas, que ya vienen de largo así que o cambias de comportamiento –si tienes güevos, que no los tienes– o la próxima vez no te va a dar tiempo de llegar vivo al hospital o a la comisaría.

Remigio pataleaba y hacía todos los aspavientos que podía.
—Tienes muy mal carácter, capullo. Por el bien de tu hijo deberías estar siempre muy lejos de él. Si sigues dándole estas bellas lecciones de amor paterno no va a pasar de ser un simple recogepelotas del Rayo. Sin su madre, a la que tú maltrataste y llevaste al otro barrio a fuerza de berrinches y palizas, tu hijo está sentenciado como siga a tu vera. A este paso también te lo vas a cargar –Cañeque se acercó aún más a Remigio y le miró muy fijamente a los ojos–. Por ahora dejaremos de vernos, capullito de alhelí. Te traspaso a otros que mandan más que yo aunque no me olvido de ti porque me tendrás vigilante, atento a que gentuza como tú haga el menor daño posible a gente inocente como esos profesores o tu propio hijo. Quizás la próxima vez me ahorre este pequeño discursito y vaya directo al grano purulento. No sé si me entiendes. Vendré a por ti dentro de media hora y empezará la operación traspaso. Buena suerte, cacho animal…

(Continuará…)