—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Jaleo en el Instituto (y 3)

(Lee la entrega anterior)

—Ah, por cierto, qué follón se ha liao en el Instituto hace unas horas, qué follón. Me cuentan que ha habío un muerto y tó…

El que hablaba lo hacía gesticulando con grandes aspavientos, como sí él mismo –en primera persona– hubiera asistido a la tragedia. Estaba en la cola de la ventanilla del Centro de Salud, esperando turno para que le dieran cita con el médico de cabecera. Era un viejecito encantador, de esos que –aburridos de tanto vivir– cuando te agarran por bandolera en una cola de lo que sea no dejan de contarte batallitas hasta que te largas con viento fresco y aire aburrido. La cosa, en este caso, merecía un poco de atención aunque su joven interlocutor creía que era una trola más de aquel simpático abuelete.

—Sí, hijo mío. El Eustaquio, mi compañero de petanca, pasaba en esos momentos por delante del Instituto y lo ha visto todo. Un alumno de los mayores ha sacao una navaja a don Faustino porque este le había llamado la atención. Esta juventud, hijo, que está echá a perder.
—Siga, siga, abuelo…
—Entonces ha llegao en esos momentos el señor director y le ha largao una bronca al mozo. Luego han llegao sus padres, avisados por el móvil, pues estaban por allí cerca y se ha liao una batalla campal entre varios profesores y ellos. Creo que el muerto es el padre y que a don Faustino se lo ha tenido que llevar una ambulancia pues estaba a punto de darle un infarto. Don Faustino, sabe, es el profesor más veterano del Instituto, y yo lo conozco mucho porque cuando estuvo hace años de concejal en el Ayuntamiento me ayudó cuando el casero estuvo a punto de echarme a la calle porque quería meter en mi piso alquilao a un primo suyo que había regresao de Francia, ¿sabe usted? Ah, Francia, Paris, la torre Eiffel… ¿Ha estao usted allí, mozuelo?
—No, yo sólo he estado en Soria…
—Pues yo estuve una vez por allí, cuando era un mozo de buen ver. Verá lo que me pasó un día…

El joven tuvo que tragarse el nuevo episodio del abuelete. ¡Qué remedio! Llevaba tres cuartos de hora haciendo cola y ya sólo había dos personas delante de él: un cura con sotana y el abuelo plasta. La salvación estaba cerca.
—Dios aprieta pero no ahoga… –le dijo el cura, picarón, cuando le dieron hora en la ventanilla y encaminaba sus pasos hacia la consulta.

* * * * * * * * * * *

—¿Cómo se encuentra, señor Remigio?
—Hasta que no cace a ese maestrucho de mierda no pararé, no me encontraré a gusto…
—No diga sandeces. Parece mentira que, en cierto modo, sea usted un representante de la autoridad. Un guardia de seguridad, creo…
—Eso no le importa a usted. Mi hijo está en este hospital desde ayer, en la Unidad de Cuidados Intensivos. Ha perdido varias veces el conocimiento. Los doctores aún no saben lo que tiene, a partir de un diagnóstico inicial demasiado alegre. Y ese profesor no puede salir de rositas de esta…

El inspector Cañeque tomaba notas en una pequeña libreta. El herido estaba tumbado en la cama hospitalaria. Portaba un collarín que le cubría todo el pescuezo y las manos las tenía esposadas.

—¿No ha pensado en ningún momento que el accidente de su hijo pudo deberse a una negligencia de éste y no del profesor?
—No es la primera vez. A principio de curso le tuvieron que enyesar por un esguince de tobillo que se hizo en la clase de gimnasia cuando jugaba a voleibol. Un deporte de maricas, me cago en diez. Se lo había dicho al tal Carlos. No quiero que mi hijo se lesione jugando a estupideces. El tipo me dijo que en su clase mandaba él y que todos los alumnos debían conocer y practicar otros deportes más allá del fútbol. ¡Será gilipollas! Julio, mi hijo, juega en el Rayo desde que era un crío. Es una gran promesa y nada ni nadie va a torcer el porvenir que le espera…
—Usted desvaría, permítame que se lo diga. Tiene fama de ultra en lo deportivo y en lo político. ¿También en lo personal? –el policía disparaba con balas y no precisamente de fogueo.
—Se está pasando de la raya, poli. Yo soy y pienso como me sale de las pelotas. Váyase. No pienso hablarle ni aún en presencia de mi abogado. Eso si no me da por mover tierra con Santiago para mandarle al infierno…
—Uy, qué miedo, Remigio… –el inspector Cañeque le hizo un corte de mangas, diose media vuelta y fuese por donde había entrado. Aquel tipo del collarín tenía demasiados humos pero en esas cuestiones él era un auténtico maestro. Sacó un cigarro del paquete que llevaba en la chaqueta, se lo puso en la boca sin encenderlo y atravesó de tal guisa todo el hospital hasta que, ya en la calle, a la debida distancia, pudo encenderlo con enorme deleite. Había pasado del infierno a la gloria.

* * * * * * * * * * *

—Susana… –el jefe de redacción del programa puso cara de no haber roto un plato en su vida–. Quiero que te enteres sobre lo que ha ocurrido hoy en el Instituto. Esta noche los oyentes desearían escuchar qué es lo que realmente ha pasado.
—¿Y desde cuándo la novata del programa tiene que encargarse de asuntos tan graves? ¿Y qué pinta una noticia de sucesos en un programa deportivo?
—Eh, no te subas a la parra, muchacha. Ya sabemos que tienes buena mano con López y que tu cotización ha subido como la espuma en los últimos meses pero en “Radio Pelota” todavía soy yo quien corta el bacalao.
—Me quedan dos telediarios de estar aquí…

» Tus camaradas de redacción, Nacho y Jacinto, son unos cantamañanas. Además, son mucho más feos que tú y no tienen tetas.

—Ingrata. Gracias al programa y, por supuesto, a tu buen hacer, la gente te conoce y tienes un buen futuro. Seamos sensatos, Susana. Yo ya estoy con los dos pies en la prejubilación. Tus camaradas de redacción, Nacho y Jacinto, son unos cantamañanas que nunca saldrán de pobres. Además, son mucho más feos que tú y no tienen tetas. Así que sólo tú eres capaz de enterarte de primera mano y de relatar con gran interés para la audiencia lo que hace unas horas ocurrió en el Instituto Fernando Orejuela.

Susana estaba incómoda con la intempestiva llamada del cabrón de su jefe. Quizás debía contarle a López que esa prejubilación era más necesaria que nunca. En todo caso, contaba los días en que dejaría atrás a aquel vejestorio y a sus dos inútiles colaboradores pero, mientras tanto, debía seguir tragándose la mala baba de aquel tipo. Sin embargo, que recurriera a ella para investigar asunto tan espinoso como el que se decía había ocurrido en el Instituto le agradaba por una parte pero le incomodaba por otra. Por eso objetó:
—No has contestado a mi pregunta: ¿qué demonios pinta en «Radio Pelota» un desagradable suceso tan ajeno al deporte?
—Soy un perro viejo en este oficio, querida, aunque no haya llegado muy lejos. Mira bien el cuadro. El Instituto donde estudió Piquito. El maestro que le dio clase, don Faustino. Un chaval, gran promesa del Rayo juvenil, que está en un hospital jugándose un espléndido futuro. Un profesor de educación física joven e inexperto al que se le lesionan y encabritan demasiado sus alumnos. Un tal Remigio, conocido ultra futbolero y quién sabe si de más cosas, fundador reciente de una peña del Rayo que López no quiere ver ni en pintura. Encima el tipo trabaja para López. Un inspector de policía, íntegro pero muy especial, al que más de uno quisiera ver fuera de la circulación. Sólo falta que alguien meta a todos estos personajes en el cuadro, que los retrate con inteligencia y suya será la gloria. Es un asunto ideal para una joven periodista inteligente, ambiciosa y con unas enormes ganas de comerse el mundo, y lo que sea.
—Tú lo que quieres es hundirme. Ese cuadro que me sugieres está lleno de explosivos.

—Anda, mueve el culo y desactívalos con elegancia. El culebrón debe durar al menos toda la semana.

Susana miró fijamente al cornúpeta. Dios, lo estrangularía allí mismo, pero le daría tanto asco tocar su piel… Salió del despacho de espaldas, manteniendo la mirada asesina a aquel tipo que sólo destilaba envidia cochina. Ya en el pasillo, abrió una ventana. El sol primaveral le acarició la cara. Se relajó mirando al fondo de la calle. Dudaba. No sabía si continuaba rabiosa o empezaba a estar agradecida. Quizás las dos cosas. ¿Se merecía aquel carcamal una buena torta porque le estaba tendiendo una encerrona con aquel caso del Instituto o, precisamente por eso, quizás ella era la única preparada para enfrentarlo y salir airosa? Demostraría a López que su metedura de pata en el caso Francis había sido una imprudencia de novata. En realidad, a quien le quedaban dos telediarios en la emisora era a aquel vejestorio. Cerró la ventana y con paso firme empezó a bajar las escaleras. Sí, quizás mereciera la pena enfangarse hasta las tetas en esa rocambolesca historia paradeportiva… Por primera vez apareció una sonrisa en su carnosa boca: el puesto de jefa de la redacción de deportes lo tenía al alcance de la mano.

(Continúa en el siguiente cuento…)