—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Jaleo en el Instituto (2)

(Lee la entrega anterior)

~¿Sebas?

~¿Qué pasa, María?

~Te llamo porque algo gordo ha ocurrido hace una hora en el Instituto del Sergio.

~¡No me digas que le han aprobado el control de Matemáticas que hizo el otro día!

~No me seas cretino, Sebas. Te hablo de algo gordo. Una agresión a profesores.

~¡Coño!

~Dos han sido heridos, afortunadamente de poca importancia, pero la cosa ha podido ser muy grave de no ser por la intervención de don Faustino.

~¡Qué hombre, dios mío, está en todas las salsas!

~Como tú –se le notaba que estaba de todo menos tranquila–. Belmonte, el director, me ha llamado hace un rato para informarme en plan oficial. Estaba en la comisaría poniendo la denuncia pertinente. Muchas madres, sobre todo las de los niños de la ESO, en cuanto se han olido algo, han acudido a llevarse a sus críos. El Sergio me ha llamado diciendo que lo recojamos. No, no le pasa nada. Simplemente, es un cagón. Nos ha salido rana. Le he dado largas pero insiste. ¿Te ha llamado a ti también?

~Llevo el móvil apagado. Estoy probando a fondo un coche.

~Espero que sea verdad y no te haya pillado follándote a la Susana. Llámale…

~¿Pero qué coño dices?

~Perdona, estoy muy liada y quizás ya no sé lo que me digo. Llámale inmediatamente y quedas con él para recogerle lo más pronto que puedas. O sea, ya. Llévatelo al taller contigo hasta que sea la hora de comer. Nos veremos en casa esta tarde.

~A sus órdenes, mi comandante.

~Cretino… –la concejala de Urbanismo y Deporte del Ayuntamiento de Mospintoles, madre de Sergio y esposa de Sebastián Matute, colgó sin mediar más palabra. Al Sebas le había cabreado mucho el tono imperativo de María así como su insinuación respecto a la joven periodista. Se quedó pensativo y trocó el gesto fiero por una enigmática sonrisilla.

«…Tirarme a Susana… Joder, pues no lo había pensado…»

* * * * * * * * * * *

—No sé donde vamos a llegar, vecino. ¿Se ha enterao de lo que ha ocurrío hace un par de horas en el Instituto Fernando Orejuela?
—Yo ya me espero cualquier cosa. Están los tiempos en que lo único que apetece es morirse…
—No fastidie, no será para tanto…
—Se lo digo yo, un optimista de los pies a la cabeza… Pero cuente, cuente…

En aquel garito tan estrecho y oscuro –su nombre era todo un presagio: “Bar Sombra”– todas las orejas allí presentes se pusieron en posición de escucha. Ninguno de sus poseedores, gente currante en hora de café y bocadillo media mañanero, sabía nada.

—Serían las diez más o menos cuando pasaba yo por delante del Instituto y veo llegar a toda leche a dos coches de policía y una ambulancia. Se pararon en la mismísima puerta. A uno de los guardias le vi que empuñaba una pistola así de larga… –y extendiendo el brazo pareció mostrar una longitud más propia de un rifle–. Me quedé allí mirando, escondío detrás de un árbol cercano.
—Vecino, deje la literatura para más tarde y vaya al grano pues nos tiene en ascuas –era el camarero, quien también había pegado la oreja a la narración.
—No vi nada porque el árbol me tapaba. Sólo sé que unos cuantos minutos más tarde los polis llevaban agarraos a un hombre y una mujer. Sangraban en el pecho y el brazo, al tiempo que un hombre era sacado en camilla. El pobrecico no tenía buena pinta, no.

* * * * * * * * * * *

Habían transcurrido escasamente tres horas desde que ocurriera el jaleo en el Instituto y ya medio Monspintoles tenía noticias del mismo. Donde más opiniones variopintas circulaban era en el mercado de abastos, un viejo edificio del centro al que le urgía una renovación de los pies a la cabeza.

—Sí, señora. Una pareja de drogadictos, él un tío joven, musculoso, y ella algo más mayor, con pinta de señoritinga, han entrado en el Instituto y en la ventanilla han pedido todo el dinero de las actividades extraescolares. En esos momentos apareció por allí el director y empezó la fiesta. Vamos, que se armó la marimorena porque el tío llevaba un navajón tan largo como mi mano. Al final ha habido un profesor herido muy grave y dicen algunos que un par de niños han perdido el conocimiento al contemplar tan bochornoso espectáculo.
—¿Pero dónde vamos a llegar? ¡Es que ya ni siquiera están tranquilos nuestros hijos en el colegio!
—No será el suyo, señora, que lo tiene trabajando en Ciudad Real…
—Era un decir, mujer…
—El mío sí que estaba allí y en cuantito me he enterado he ido a buscarlo. Muchos padres y madres han hecho lo mismo.
—¿Y qué le ha dicho el suyo acerca de lo que ha pasado?
—Él dice que no se ha enterado de nada pero como preguntando se va a Inglaterra yo sí me he enterado de todo lo que ha pasado… Tiene usted razón, señora, ya ni en el colegio ni con los profesores de hoy día están nuestros niños seguros. Menos mal que allí estaba don Faustino. A sus años… y está hecho todo un Rambo.

* * * * * * * * * * *

—Discúlpeme, señor…
—Cañeque. Inspector Cañeque…
—Estoy muy nervioso. No entiendo nada. Desde ayer, cuando ocurrió el accidente, no duermo ni descanso, preocupado por la evolución del chaval. Y hoy ocurre lo del padre…

Era completamente cierto. Carlos, el joven profesor de gimnasia del Instituto Orejuela, estaba hecho un flan. No había querido recibir medicación alguna al ser reconocido médicamente en la ambulancia y ahora, en las dependencias policiales, los nervios los tenía a flor de piel. Cañeque esperó a que se tranquilizase, hablándole mientras tanto de la Liga de fútbol y de la Champions. Tras tomar una bebida refrescante que le habían traído y escuchar las disparatadas reflexiones futboleras del viejo policía, que le hicieron sonreír, Carlos se dispuso a continuar hablando sobre el asunto que le tenía allí.
—Si ya está más relajado me gustaría conocer su versión del accidente –le dijo el inspector.

—Ayer, en la clase de 4º de ESO, organicé una pequeña gincana. Una de las pruebas consistía en dar una voltereta sobre la colchoneta. Algo muy suave, para desacelerar el ritmo de los alumnos, algunos muy competitivos en este tipo de pruebas. Todo transcurría normalmente cuando Julio, uno de esos alumnos, muy fuerte físicamente y también muy indisciplinado, justo antes de llegar a la colchoneta se levantó para dar la voltereta… en el aire –a Carlos se le quebró la voz–. Al caer al suelo lo hizo de mala manera. Varias chicas de la clase, que sólo participaban como espectadoras, empezaron a gritar. Cuando acudí el chaval estaba inconsciente. Fue una imprudencia suya… Jamás debió hacer lo que repetidas veces dije que estaba prohibido. La voltereta había que darla encima de la colchoneta.
—¿Vio usted el accidente?
—No, la actividad se realizaba en todo el patio y aunque podía ver claramente todo lo que sucedía, en ese momento estaba recriminando a otro alumno por hacer tonterías en otra prueba.
—Entonces ¿cómo sabe lo que realmente ocurrió?
—Me lo dijeron las alumnas que le he citado.
—¿Y qué pasó cuando usted acudió a donde estaba el chaval?
—Me asusté enormemente. Estaba sin sentido y aquellas niñas gritando empeoraban más la situación. Les pedí que fueran en busca del director y que se llamara inmediatamente a una ambulancia.
—¿Y qué pasó después?
—Le tomé el pulso al chaval. Me tranquilizó que lo tuviese algo acelerado. No quise que nadie lo tocara. La postura indicaba que debía haberse caído de cabeza o de cuello. Podía ser una cosa grave. Cuando llegó el director ya se había llamado a la ambulancia y ésta vino en pocos minutos. El padre del chaval no estaba localizado. Me dijeron que la madre del chico murió hará cosa de unos años. Me subí a la ambulancia para acompañar al chaval hasta el hospital.
—¿Qué le dijeron allí? ¿Llegó el padre?

» No se partió el cuello de milagro, pero todavía era pronto para un diagnóstico preciso.

—Estuve hora y media hasta que un médico muy amable me dijo que el chico había recobrado el conocimiento y que las primeras pruebas detectaban, al menos, un fuerte esguince cervical. Que había sido un milagro el que no se hubiera partido el cuello pero que todavía era pronto para vaticinar un diagnóstico preciso. Debía quedarse ingresado para realizarle un exhaustivo chequeo y para comprobar su evolución. Belmonte, el director, siempre estuvo informado por mi parte y llegó al hospital cuando pudo resolver todo el jaleo del Instituto, donde habían empezado a decirse las cosas más peregrinas y absurdas. Ya sabe… –el policía le interrumpió con gesto comprensivo.
—Sí, uno se lo cuenta a otro, éste a otro y la madeja cada vez se va haciendo más grande hasta hacer irreconocibles los hechos iniciales.
—Los médicos nos dijeron que nos fuéramos a casa, que allí ya nada pintábamos. El padre, por fin, había sido localizado y estaba de camino. Quisimos esperarle pero uno de ellos nos aconsejó que nos largáramos, que era lo más conveniente dado lo violento que había reaccionado por teléfono.

(Continuará…)