—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Jaleo en el Instituto (1)

«Una semana de infarto» – 1ª parte

versión
completa

Don Faustino se había levantado de muy buen humor. Daba comienzo una semana en la que se avecinaban interesantes expectativas. Hacía un mes –por fin– un traumatólogo de la Seguridad Social le había solicitado una resonancia magnética para diagnosticar con precisión qué demonios tenía en la rodilla izquierda. El magnífico evento iba a ocurrir el viernes. Matute le había comentado las bondades de un coche bueno, bonito y barato que acababa de entrarle en el taller y cuyo dueño deseaba vender con urgencia. Aquello era una ganga que quizás debería aprovechar pues su actual bólido, artrósico perdido, ya no podía ni con los neumáticos.

» Daba comienzo una semana en la que se avecinaban interesantes expectativas.

Ahora que se acercaba el final del segundo trimestre escolar ya comenzaban a aflorar en la chiquillería que soportaba su docencia algunos brotes verdes de sabiduría lingüística y educativa. Había costado lo suyo pero quien siembra con dedicación y esfuerzo casi siempre recoge los frutos deseados. Por si fuera poco, tras un fin de semana de intensa lluvia y frío, el sol lucía sonriente en un cielo azul impoluto. La semana empezaba cargada de optimismo, lo que no era habitual en el viejo profesor.

Tras un excelente desayuno en el Bar Manolo y un casi primaveral paseo camino del Instituto, Don Faustino inició su primera clase a las nueve en punto de la mañana. Llevaba empleados treinta minutos intentando despertar a sus alumnos (el lunes es un día en que muchos chavales acuden completamente adormilados) para convencerlos sobre la conveniencia de seguir determinados pasos previos a la hora de escribir cualquier texto o historia.
—La mayoría os ponéis a juntar letras sin pensar previamente sobre lo que queréis escribir.
—Pero profe –levantó la mano Martita, aunque no se sabe para qué porque inmediatamente empezó a hablar–, a mí me salen mejor las historias sin pensarlas antes. Yo soy de escritura automática.
—¿Y eso qué es? –preguntó Toni, un chaval de flequillo largo y cerebro corto.
—¿Se lo digo, profe? –Martita volvió a levantar el brazo y a hablar sin esperar la venia de don Faustino–. Es un tipo de escritura que no proviene de los estadios conscientes de la persona sino de los inconscientes.
—Pues no me he enterado de … –replicó el Toni, encogiéndose de hombros y provocando la risa generalizada de toda la clase, con lo cual acabaron por despertarse los últimos que aún permanecían en sueños–. Sí, vosotros reíros pero estáis igual que yo, no entendéis ni papa
—Te lo diré más fácil –nuevamente tomó las riendas la joven genio del aula, mientras don Faustino asistía divertido al diálogo entre aquellos dos adolescentes tan opuestos en el plano intelectual–. Tú coges el lápiz o el bolígrafo y empiezas a escribir sin pensar ni razonar conscientemente. Vamos, como si estuvieras en sueños o de botellón. Entonces dejas que tus pensamientos e ideas vayan fluyendo lentamente, con entera libertad. Y tal como salen de tu yo interior medio atontado los plasmas en el papel. ¡La cosa es muy fácil!

—Déjalo, Marta –el profesor quiso zanjar el asunto antes de que fuese a mayores pues la cara de Toni era todo un poema–. Tu harás toda la escritura automática que quieras y te saldrán bellas y coloristas historias, pero el resto de la tropa, incluyéndome a mí, somos gente a la que le cuesta contar cosas por escrito con lógica y precisión, así que no tenemos más remedio que seguir ciertas pautas o normas a la hora de redactar, de inventar historias. A ti tampoco te vendría mal el seguirlas de vez en cuando porque el inconsciente es muy cotilla y a veces saca al exterior cosas raras o no convenientes. Así que, recordad, zagales: antes de poner nada en el papel hay que darle al coco y pensar sobre lo que vamos o queremos escribir. Y cuando eso lo tengamos hecho, el siguiente paso será organizarlo según un esquema ya establecido desde los tiempos de Blancanieves y los siete enanitos: presentación, nudo y desenlace.

Martita hizo ademán de levantar otra vez la mano pero la mirada conciliadora de don Faustino obró el milagro de que la bajase.
—Aunque tengamos facilidad para la improvisación o para dar salida rápida al subconsciente, va de suyo este plan: primero pensar, luego secuenciar y finalmente escribir. Las personas somos seres racionales y no podemos…

No era precisamente algo racional lo que empezó a escucharse en la clase. Los gritos y alaridos provenían del pasillo. Un guirigay de voces hacía imposible adivinar qué demonios ocurría allí fuera pero aquello no presagiaba nada bueno.
—¡Te voy a matar, maestro de mierda! ¡Te voy a rajar de arriba abajo!
—¡Cállese, por favor! ¡Eso no son modales ni formas!
—¡Cuidado, tiene una navaja!
—¡Que alguien llame a la policía!

La chavalería de don Faustino se quedó atónita. El silencio dentro del aula se podía cortar como si fuera un trozo de queso. El jaleo y los gritos del pasillo llegaban ahora con mayor nitidez y fuerza.
—¡Por su culpa mi hijo está en el hospital, maldita sea!
—¡Lo de ayer sabe bien que fue un accidente!
—¡Agárralo, por el amor de dios!
—¡No puedo, Belmonte!

Recuperado de la sorpresa, don Faustino se hizo cargo de la situación. En cuestión de segundos su cerebro estuvo dudando entre permanecer dentro de la clase, resguardado en la comodidad de algo que le era ajeno, o salir al pasillo para intentar evitar algún hecho irreparable. Sólo fueron unos segundos de duda pero hay situaciones en que uno no puede permanecer impasible, parapetado tras una puerta.
—Voy a salir a ver qué pasa. Toni, apunta en la pizarra a todo el que mueva un músculo. Vuelvo enseguida.

» El hombre logró soltarse y, dándose la vuelta, elevó el brazo con la navaja en dirección al viejo profesor.

Cuando salió y cerró la puerta del aula tras de sí, la imagen que se encontró era más grave de lo que había imaginado. Atrapado en el fondo del pasillo, Carlos, el joven profesor de gimnasia, trataba de evitar las embestidas de un energúmeno que intentaba pincharle con una gran navaja. Cecilio y Belmonte, el jefe de estudios y el director del Instituto, hacían vanos esfuerzos por impedir la agresión. Una profesora gritaba fuera de sí mientras, con un pañuelo, intentaba taponar la hemorragia que una compañera suya, caída en el suelo, tenía en el brazo. Don Faustino se acercó por detrás a grandes zancadas pero en silencio. Aquel hombre estaba fuera de sí, enrabietado y furioso, lanzando a diestro y siniestro, sin mirar y sin miramiento alguno, sus largos brazos navaja en ristre. En uno de esos viajes rozó el pecho del profesor de gimnasia, acorralado como estaba entre la pared y aquel poseso. Cuando el agresor intentó repetir el golpe, esta vez con mayores probabilidades de éxito, don Faustino le agarró fuertemente el brazo. El hombre se revolvió, sorprendido. A don Faustino se le heló la sangre. Aquella cara descompuesta le resultaba conocida. El hombre logró soltarse y, dándose la vuelta, elevó el brazo con la navaja en dirección al viejo profesor quién, sorprendido, se bamboleaba. En ese momento Carlos, que había quedado a las espaldas del agresor, se echó encima de éste, derribándolo.
—¡Sois unos hijos de…!

No pudo acabar la frase. El joven profesor de gimnasia le aplicó un golpe certero en el cuello y dejó sin conocimiento a aquel hombre tan fuera de sí. En esos momentos llegaba corriendo el primer agente de policía. A continuación llegaron varios más. Las cuatro aulas que daban a aquel pasillo donde había estado a punto de ocurrir una tragedia seguían cerradas a cal y canto.

(Continuará…)