—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Ni curas ni vacas sagradas (y 6)

(Lee la entrega anterior)

López, que le había prometido a don Rosendo no hablar en presencia del equipo, no se contuvo por más tiempo.
—Lo que a mí me tiene maravillado es lo rápido que has aprendido a perder el respeto a tus mayores. ¿Quién te está incitando a persistir en esta forma de desacreditarnos a todos?
—Yo no le pierdo el respeto a naide por decir lo que pienso, señor López. Quizá no sepa adornarme con palabras escogidas, pero no es falta de respeto el decir a la cara lo que se piensa.

» — […] Tú, Jonás, ya sabemos cómo piensas, ¿o te han comido el coco ahí dentro, en la oficina del míster?

Don Rosendo levantó la mano para que López no volviese a intervenir.
—Bueno, pues ya me diréis qué queréis hacer, porque los demás están callados y me da que no a todos les disgusta el rezo.
—Pues votemos –propuso rápidamente Piquito–. Aquí siempre hemos resuelto así las cosas. ¿Cuántos estáis en contra de tener que rezar obligaos antes de los partidos? –y Piquito levantó la mano antes de concluir su frase.
—Pero hay que saber hacer la pregunta, Piquito –le reprendió don Rosendo–. ¿A cuántos de vosotros os molesta de verdad el rezo?
—La pregunta está hecha, y no hay otra. Venga, levantad las manos los que ya me habéis dicho que pensáis como yo.

La crudeza de la situación y la soltura y ligereza con que se estaba desenvolviendo Piquito les cogió desprevenidos, pero contaban con que en presencia de don Rosendo y del propio López, que ya se sabía a favor de mantener el rezo, no apareciera nadie que se atreviera a llevarles la contraria.

Piquito miró a los ojos a los que tenía más cerca, y Chili también levantó la mano; y con él otros tres muchachos.
—Bueno, Piquito, pues parece que sólo sois cinco los insumisos –se burló López.
Usté espere, señor López, que están fríos –y Piquito se movió por entre los bancos del vestuario, desde donde asistían a la escena el resto de compañeros–. Venga, vamos, éste es el momento. Van a creer que esto sólo es cosa mía. Tú, Jonás, ya sabemos cómo piensas, ¿o te han comido el coco ahí dentro, en la oficina del míster?

El capitán, que no contaba con la franqueza de Piquito –aunque debía haberla previsto–, fue cogido entre la espada y la pared. Valiente quedó unos breves segundos pensando, con la mirada fija en el suelo, y finalmente levantó la mano.
—Y nadie le obliga, sólo que está cortao –dijo Piquito mirando desafiante a López, que se empezaba a temer una reacción en cadena.

Y sucedió. Poco a poco los jugadores fueron levantando la mano. Detrás de Valiente levantó la mano otro de los capitanes, y luego otros dos veteranos más, y luego el portero titular. Al final se contaron más de quince manos levantadas.
—Yo no he obligao a naide, señor López… y don Rosendo. Sólo les he animao a que digan lo que me han dicho a mí. Así que ya no habrá más rezos en el vestuario.
—Bueno, tal vez tuvieras razón, hijo mío. Pero permitidme que os pida algo. Éste también ha sido mi vestuario durante muchos años, y no me gustaría verme fuera de él o entrando como si fuera un intruso. Permitidme venir a veros antes de los partidos, y estar entre vosotros. Y si alguno desea algún servicio mío, permitid que ese compañero tenga un aparte con este viejo cura.
—¡Hecho, don Rosendo! Pero no se traiga ni crucifijos ni aguas benditas –Piquito estaba exultante tras su victoria–. En su lugar se me trae esparadrapo y embrocación, que es lo que hace falta.

* * * * * * * * * * *

Don Rosendo se quedó en los campos de entrenamiento para asistir a la práctica de ese día, como gustaba hacer cuando disponía de tiempo, y López y Basáñez partieron rumbo a las oficinas del holding. Cuando entraron en el lujoso Q7 de López, éste espetó a Basáñez fríamente:
—O Piquito me pide disculpas, o será transferido en el mercado de invierno…
—¿Ha pensado que a lo mejor eso es lo que quiere el chaval? Irse a un grande. Sabemos que el Atlético de Madrid ya ha llamado a su puerta, y posiblemente lo haga el Málaga antes de que acabe el mes. No sea usted cabezón.