—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Aventuras en Las Landas (2)

(Lee la entrega anterior)

Salieron del aparcamiento y, andado un trecho, el chaval observó por el retrovisor que una moto les seguía. Encabronado como estaba paró en el primer semáforo en ámbar con que se topó y aguardó a que llegara la motocicleta, que se detuvo unos metros detrás del auto en que viajaba la pareja. Piquito bajó para averiguar quién les seguía ahora y reconoció a Pepe Manu y “Erbeti”. Ambos llevaban puestos unos casos iguales o muy semejantes, pero mientras el de Pepe Manu parecía un inmenso casco demasiado grande para aquel cuerpo corto y escuchimizado, en el gigantón más parecía un minicasco de llavero, frágil y ridículo.

» La idea era llevarles a la caseta del “tío Botella”, en los descampados que hay detrás del complejo deportivo […]

Hubo un cruce de frías miradas. Piquito, con la suya, midiéndoles. El paparazzi y su escolta personal le otearon con cierto distanciamiento no exento de altivez. En ese momento, en el tiempo que cruza un relámpago, a Piquito se le presentó un plan. Volvió al coche, donde le comentó a Susana que había pensado hacerles una jugarreta a esos dos:
—Tú haz lo que yo te vaya diciendo y déjame a mí –habló con resolución, lo cual no hizo más que reavivar los temores de la mulata. Estaba convencida de que las rocambolescas ideas de Piquito acabarían mal.

Cuando la señal se puso en verde, el futbolista desembragó y metió la velocidad más corta, conduciéndose despacio por las avenidas de Mospintoles, dándose tiempo para diseñar con minuciosidad las líneas de actuación de su plan.

La idea era llevarles a la caseta del “tío Botella”, en los descampados que hay detrás del complejo deportivo y que se extienden hacia el norte hasta la zona urbanizada aunque aún sin construir del Barrio de San Agustín. Pero antes debía fingir una maniobra evasiva, aparentando querer despistarlos. Igualito que en el fútbol, pensó el figura: “Finto una cosa para hacer otra mientras mi compañero busca el desmarque. Todo lo que hago es para crear un hueco por el que entrar en el área. El hueco es lo importante, es el objetivo que se busca; todos los movimientos que se hagan están dirigidos a ello”.

Como si hubiera leído el milenario “El arte de la guerra”, Piquito estaba previendo fingir una huida en el Barrio de San Agustín, un terreno que conocía bien, para cerrar su trampa en un terreno que le era favorable. Así que circuló despacio, muy por debajo de la velocidad máxima permitida, conduciendo a aquellos dos cotillas profesionales hacia el barrio donde pasó su infancia… él y Susana, por supuesto, aunque ahora la periodista vivía sola –casualidades de la vida o indefectibilidades de vivir en una comunidad relativamente pequeña– en el mismo edificio donde Metzger compró su dúplex y vivía ahora con la madre de Piquito. Vaya marrón el día que Piquito aguardaba al ascensor y al abrirse la portezuela halló dentro a su madre:
—¿De dónde sales? –le preguntó Inma extrañada.
—De casa de un amigo –Piquito no mentía del todo en realidad.
—¿A estas horas tan tempranas? –eran las ocho de la mañana.
—Hemos quedado para correr, pero se me ha echao atrás…
—A correr en pantalones vaqueros y zapatos, ¿eh? ¡Qué cosas más raras haces, hijo! –y Piquito pensó que tenía que haber previsto que aunque su madre ya no trabajara en la limpieza, su reloj biológico y el hábito de muchos años eran suficientes para no retener a Inmaculada en casa a aquella hora: “un culo inquieto”, le había dicho una vez el abuelo en referencia a la infancia y juventud de su madre.

Llegaron al Barrio de San Agustín y Piquito estacionó junto a una cancha polideportiva exterior donde de niño tantas tardes pasó detrás del balón.

[Continuará…]