—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

El niño ajedrecista (y 5)

(Lee la entrega anterior)

Llegó el día del torneo de exhibición y allí estaba el bueno de Julián y su hijo Sergey esperando dar la mano a Kartov, gran maestro ruso aunque con residencia casi permanente en Linares.

A Sergey le habían aceptado la inscripción en el torneo, donde Kartov disputaría 50 partidas simultáneas contra otros tantos jugadores mospintoleños. Sin embargo, cuando su padre estuvo preguntando en qué tablero jugaría el niño le dijeron que no estaba en ninguno. ¿Era un error o una tomadura de pelo? ¿No le habían dicho que estaba aceptada su inscripción, la cual llevaba incluida una contribución de 10 euros?

» Al pobre Julián todo aquello del tal Kasparov le sonaba a chino, o a ruso, porque él no sabía nada de ajedrez, sólo que había descubierto que su hijo jugaba a ese deporte, o lo que fuera, y que era feliz cuando lo hacía.

Cuando Julián vio al encargado del club de ajedrez, se le acercó con intención de protestar pues no en balde era quien le había inscrito, pero antes de que pudiera abrir la boca el otro le saludó y le dejó sin habla:
—Querido amigo, tras las simultáneas, el gran Boris va a jugar una partida de cinco minutos con su hijo. Solos el uno frente al otro, con todo el personal mirándoles. Ha sido una idea del propio Kartov, al que le hemos contado el drama del chaval. Recuerde que el maestro es ruso y que hace tres años decidió vivir fuera de su país al no estar de acuerdo con la evolución política, la falta de democracia y la corrupción institucional.
—Pues que lleve cuidado porque lo mismo cualquier día se lo cargan esos criminales…
—No lo creo porque hay mucha gente detrás de él y es famoso. Además, no tiene interés alguno en participar en la vida política pues dice que no vale para eso, aunque apoya al excampeón del mundo Kasparov, que como usted ya sabe ejerce una férrea labor de oposición y crítica al régimen de Putin. Tiene mérito lo del gran Gary, cuando podría vivir en cualquier parte del mundo como un rey. ¿No lo cree así, Julián?

Al pobre Julián todo aquello del tal Kasparov le sonaba a chino, o a ruso, porque él no sabía nada de ajedrez, sólo que había descubierto que su hijo jugaba a ese deporte, o lo que fuera, y que era feliz cuando lo hacía. Seguramente su madre le habría enseñado en aquellas apacibles tardes andaluzas antes de que llegaran dos asesinos y segaran su vida y la del padre. Nunca descubriría la policía a esos hijo de puta, para escarnio de la justicia y de la verdad. Así que, a la velocidad del rayo, improvisó ante aquel jubilado tan simpático lo primero que le vino a la mente:
—Sí, por supuesto…
—Disfrute con el chaval de este ambiente ajedrecístico tan maravilloso y no se aleje mucho de aquí porque en un par de horas comenzará la partida entre su hijo y Kartov. Y ahora, si me disculpa…

A Julián se le vino el mundo encima. ¡Dos horas! Ciento veinte minutos viendo mover alfiles, peones y otras piezas, sin entender ni papa, no pudiendo ni hablar pues el maldito deporte del ajedrez se juega en silencio y, lo peor, sin una cerveza cerca para llevarse al gaznate. ¡Menuda diferencia con el mágico y pasional deporte del fútbol! Quizás podrían salir a la calle y regresar al cabo de hora y media pero estaba seguro que el crío no querría. Ni se lo preguntaría.

El tiempo fue transcurriendo muy lentamente pero al fin llegó el momento esperado. Una vez acabadas las partidas simultáneas, de las que Kartov había ganado 48 y empatado dos, los ojos de todos los espectadores, y eran varios cientos, se posaron sobre un sólo tablero. Una cámara fija captaría los movimientos de la partida, reflejándolos en varios monitores del complejo deportivo, por lo que hasta en el gimnasio o en la cafetería se podría seguir aquel pequeño homenaje que el campeón de Europa quería hacer al chavalín. Era la primera vez que había visto a alguien tan joven apuntarse a un torneo de exhibición contra un campeón y merecía la pena el darle publicidad al asunto. Y, encima, era ruso. O lo había sido…

Cinco minutos. La partida sería breve. Sergey se sentó en la silla que le pusieron, donde tuvieron que poner varios cojines para que pudiera llegar a la altura del tablero. Estaba algo incómodo pero se le notaba en la brillantez de sus ojos que disfrutaba con aquel papel tan estelar que le habían dado. Saludó al gran campeón Kartov y con gestos de cara y manos intentó expresarle el orgullo que sentía al poder jugar contra él. Sacó una foto de su bolsillo de la camisa y se la ofreció a Kartov con gestos de que le firmara un autógrafo. Fue en ese momento cuando la gran mayoría de los presentes se dio cuenta de que aquel niño era mudo. Al ser presentado como mospintoleño, aunque de origen ruso, una salva de aplausos atronó el local.

En la mente de Kartov aquella partida era un mero trámite, pero aún así quiso tomársela con respeto. Ni quería afrontarla como si fuera un simple pasatiempo ni tomársela tan en serio que en un par de minutos terminase el espectáculo. Quería que el chavalín tuviera sus buenos minutos de gloria.

Tras las primeras jugadas, realizadas a gran velocidad, observó que el crío empleaba una apertura nada defensiva. ¡Aquel mocoso quería jugar al ataque! Entonces, decidió ponerle en un primer aprieto. Su movimiento obligó a Sergey a emplear casi un minuto en encontrar una respuesta adecuada. El campeón le estaba poniendo contra las cuerdas. Cuando por fin respondió, Kartov supo que la partida ya era suya. Sólo bastaría poner su dama como cebo para que el niño se la comiera y en seis jugadas, enlazadas una tras otra, llegaría el jaque mate. Miró el reloj: aún le quedaban cuatro minutos y medio de tiempo mientras el niño ya había agotado dos minutos del suyo.

Entonces analizó nuevamente su posición ganadora y decidió hacer una jugada de distracción para probar a aquel niño y ver si tenía ante sí a una futura promesa del ajedrez. A la velocidad del rayo, en cuestión de breves segundos, decidió ir más allá, hacer una maquiavélica y arriesgada apuesta.

En los dos siguientes movimientos, Kartov movió sus piezas para crear en su retaguardia una debilidad en el flanco de rey. Si el niño era un genio del ajedrez, probablemente descubriría la combinación ganadora, de siete jugadas nada menos, aunque las probabilidades de hacerlo eran remotísimas. La clave estaba en las dos primeras jugadas y encontrarlas sólo estaba al alcance de unos pocos grandes maestros del ajedrez. Si el chaval no las encontraba no tardaría mucho en sufrir las consecuencias y perder la partida por la vía rápida.

Cuando fue el turno de Sergey, Kartov le miró con ironía, como diciéndole, he debilitado mi posición a conciencia para que ganes la partida pero es imposible que puedas encontrar el modo de hacerlo ya que todavía te queda mucho que aprender. Y si no lo encuentras verás cómo de esa debilidad emerge un ataque tan poderoso que en cuestión de cuatro jugadas la partida habrá acabado para ti.

El niño empezó a rascarse la nariz. Parecía nervioso. Miró una y otra vez el tablero. El tiempo seguía transcurriendo velozmente. Sergey ni parpadeaba. Sólo pensaba y pensaba, pero las agujas del reloj avanzaban muy deprisa.

Treinta segundos. Sólo le quedaba medio minuto. Acabaría perdiendo por falta de tiempo. Esa era la otra gran estrategia de Kartov: el niño perdería mucho tiempo examinando la posición tan complicada que le había planteado. Luego, cuando la partida acabase, mostraría al chaval y al público la estrategia que había urdido.

Quince segundos, catorce, trece, doce, once, diez. Sergey movió pieza y paró su reloj. Kartov se llevó las manos a la cabeza y se acarició el pelo. ¡El niño había encontrado la jugada precisa! Pero tranquilo, le faltan seis movimientos hasta el mate y sólo le restan diez segundos…

Tras mover Kartov la pieza que ya tenía prevista, Sergey respondió inmediatamente con otra jugada. Sólo había agotado un segundo de su tiempo. Entonces el gran maestro internacional, campeón de Europa y aspirante al trono mundial, se vino abajo. ¡El niño había encontrado la segunda jugada! Y lo que era peor, lo había hecho con tanta velocidad que eso indicaba que tenía pensados y repensados los movimientos posteriores.

Por si acaso, Kartov decidió quemar su último cartucho: los apuros de tiempo del niño, al que sólo quedaban nueve segundos. Se pondría nervioso, vacilaría un instante y el tiempo se le esfumaría. Por eso actuó rápidamente y en un segundo hizo su jugada. Así no le daría al chaval una oportunidad extra para pensar. Sergey, que empezó a sonreír, lo tenía claro. Inmediatamente movió pieza, la esperada por Kartov. Este movió de nuevo a gran velocidad, sin agotar más que un segundo. Sergey replicó inmediatamente y así, con movimientos velocísimos, se llegó a la última jugada. Enfrentado a otro jugador, Kartov habría abandonado la partida antes del fatídico final pero estaba jugando con un niño… ¿Es que no se iba a poner nervioso? ¿No se equivocaría en el último instante? ¡El chaval estaba moviendo a jugada por segundo! No se creía lo que estaba viendo.

Sergey miró su reloj. Sólo le quedaban tres segundos. Le tocaba mover. El corazón le latía como nunca había sentido. Mentira… Una noche, debajo de una cama, le latió aún más deprisa, por la rabia y el miedo. Ahora sentía lo contrario, una enorme tranquilidad, una gran dicha. Cogió la pieza que ya tenía decidida, la llevó a la casilla precisa y pulsó su reloj cuando sólo quedaba apenas un segundo.

Aunque la sala estaba repleta de gente, no se oía ni una mosca. Los últimos movimientos habían sucedido tan deprisa que el público estaba atónito. De pronto, en medio de aquel espeso y emocionado silencio, se escuchó una voz infantil, firme y nítida:
—Jaque mate, maestro Kartov.