—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

La plaza de Mospintoles (y 5)

(Lee la entrega anterior)

La señá Engracia, viuda del difunto don Eutimio el pasante, tiene cerca de noventa años. Sigue haciendo sus compras del día, aunque camina muy despacito. En cada paso, el pie que avanza no sobrepasa completamente al otro. Se ayuda en su deambular de un bastón, porque su espalda se ha ido curvando hacia delante hasta casi un ángulo de noventa grados con el suelo. La señá Engracia está completamente lúcida, es su cuerpo el que reniega de los años vividos. Prácticamente todo Mospintoles conoce a la señá Engracia porque colabora animosamente con actividades filantrópicas, ayudando a recuperar retazos de la historia de la ciudad, y aunque su físico no se lo permite, con su fuerza de voluntad y su experiencia consigue ayuda para organizar festejos con los que se recaudan fondos para obras benéficas. Pero todo Mospintoles teme el día que la señá Engracia caiga al suelo o algún muchachuelo en su alocada carrera tropiece con ella, pues sabido es que a estos nonagenarios se les va la vida una vez que entran en un quirófano.

» Las ovejas dejaron de serlo por voluntad propia, les salieron garras y colmillos y se convirtieron en manada.

Cierta mañana, más bien pasado el mediodía, la señá Engracia volvía a su domicilio, frente al parque de Mospintoles. Caminaba bajo los arcos de la porticada en dirección a su portal. Con sumo trabajo abrió la puerta y luego consiguió elevar la pierna para subir el pequeño escalón de acceso al viejo inmueble. Llevaba el bolso colgado del hombro izquierdo, y con la mano derecha sostenía el bastón. En la otra llevaba la bolsa del pan. El grueso de la compra se lo llevan a casa desde los ultramarinos donde compra desde siempre. Cuando por fin entraba en el portal un magrebí se llegó de una carrera hasta ella y poniendo un pie sobre la puerta evitó que el muelle la cerrara. La señá Engracia giró lentamente el cuello hacia atrás para ver qué vecino podía llegar con tanta prisa, y dejarle pasar, pero no podía girar el cuerpo con la misma celeridad. El morisco le hurgó en el bolso, y extrajo la cartera, mientras la señá Engracia trataba de no perder el equilibrio. Tan sólo atinó a decir: “¡Déjame, déjame!”, pero el gran hombre soltó una carcajada sorda y le dijo que algo así como que una muchachita como tú no debería andar por ahí tan sola.

* * * * *

—Esta gente ha venido aquí y han trabajado por 600 euros y un camastro, y sin asegurar. Un español ya tenía donde dormir. Han tirado los precios del mercado laboral, y ahora se hacen acreedores a todas las ayudas y subvenciones. Son muchos agujeros por los que sale el dinero de España rumbo a otros países. ¿¡Cómo no se va a resentir una economía de mentira como la nuestra!?

* * * * *

Y esta fue la chispa que prendió en aquel antro de Mospintoles que ya conocemos. Las ovejas dejaron de serlo por voluntad propia, les salieron garras y colmillos y se convirtieron en manada.

Es un local
de mala muerte
donde se juntan
cada noche
los de siempre.
Se escriben guiones,
novelas negras,
se escriben páginas
de trucos y maneras.

Dos días después del atraco a la señá Engracia dos moros aparecieron apaleados, inconscientes, a la entrada de cierto inmueble donde dormían. Dos días más tarde tres moros aparecieron ensangrentados en la parada de taxis del centro, pidiendo que les llevaran al Hospital de Mospintoles. Dijeron que un grupo de siete españoles les acababan de cerrar el paso de camino a su casa y les habían apaleado con gruesas estacas.

Durante un par de semanas, algunos moros ociosos siguieron siendo apaleados, y aunque las autoridades pusieron el grito en el cielo a través de la prensa y tildaron los apaleamientos de racistas y xenófobos, lo cierto es que las Fuerzas de Seguridad del Estado no consiguieron ningún avance en la identificación de los predadores.

En cierto antro de Mospintoles, donde los parroquianos obviaban la ley antitabaco, se seguía opinando al ojear la prensa:
—Hay que joderse… Qué gratuito es decir que les pegan por ser moros… A lo mejor les pegan por ser ladrones.
—Favor que nos hacen. Anda y vámonos que deben de estar esperándonos.
—Hoy no creo que pillemos a ninguno de los que tenemos fichados. Los moros se han organizado en patrullas y la policía les ha disuelto. A estas horas no queda ni uno en la calle.
­—Los del Ayuntamiento deberían agradecer que de golpe y porrazo haya descendido el número de atracos en las inmediaciones del parque.
—“De golpe y porrazo…”, y nunca mejor dicho.
—Ya comienza a verse menos moros en Mospintoles.
—Podíamos tomarnos unos días de descanso, que a mí se me han acabado las excusas en casa para llegar tan tarde.
—Lo hablamos con el sargento… Anda, apura la birra y vámonos.