—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

San Cucufato, los cojones te ato (y 5)

(Lee la entrega anterior)

La paciencia de Metzger tenía un límite, pero sabía que debía ampliarla pues estaba en libertad condicional. Una pelea con un viejo en un país extranjero daría al traste con el futuro que él anhelaba.
—Si usted no quierre anillo, Metzger va a tomarrr porrr culo, ¿ja? –y dando media vuelta ignoró al viejo, que cerró la puerta de golpe. No bien había bajado seis escalones cuando el viejo le llamó de nuevo, esta vez desde el rellano.
—Pssst, Metzger. ¡Eh, tío! Eres un cabrón con muy buena pinta, jeje. Te hubiera dicho gratis donde viven ahora Piquito y su madre si no hubieras insultado mi dignidad…
—¿Y bien, Herr…?
—Ahora, te costará el anillo si quieres saberlo, por cabrón, jiji.

» —Pues está usted de suerte, amigo, porque sé dónde es. A Piquito le he traído más de una vez a su chalé a las cuatro de la mañana.

Metzger no quería perder tiempo regateando, así que miró el anillo por última vez y se lo lanzó al viejo desde abajo por entre la barandilla. El anillo le pegó en el pecho y se le introdujo por entre los pliegues de la bata, donde el viejo lo atrapó apretándose las ropas contra el cuerpo en un gesto grotesco que dejó al aire unas canillas blancas y enfermizas. Cuando lo encontró sacó el anillo a la luz. Sólo cuando estuvo seguro de que era el mismo anillo que Metzger tenía hacía unos minutos en su dedo anular de la mano izquierda, el viejo soltó la información.
—Viven en la Urbanización Montes de Toledo, idiota; en un pequeño chalé. Lo sabe todo el mundo en Mospintoles, y hoy se ha enterado todo dios, porque lo traen esas revistas de mierda rosa que se meten en la vida de los demás. Por un euro lo tienes en el quiosco.
—Muchas grrracias, Herrr… Y el idiota serrr usted. El anillo no vale una mierrrda –mintió Metzger medio divertido. Y bajó las escaleras a saltos.

Ya en la calle se dirigió a un quisco y enseguida localizó lo que buscaba. Compró la revista, y allí estaba Piquito sonriente. Por lo visto había vendido una exclusiva y mostraba a los fieles de la información rosa la casa que le había comprado a su madre. No encontró la dirección en la revista. Al final el viejo le había dado una información relevante. Llamó un taxi desde su Blackberry y cuando subió en él pidió que le llevara a la Urbanización Montes de Toledo.

Tras quince minutos de reservado viaje en el que Metzger miró y remiró, leyó y releyó la entrevista a Piquito, el taxista preguntó dónde le dejaba.
—Busco la casa de Piquito, ¿ja?
—Pues está usted de suerte, amigo, porque sé dónde es. A Piquito le he traído más de una vez a su chalé a las cuatro de la mañana. Borracho como una cuba. Mucho ha cambiado ese chaval, sí señor. Una lástima que se vaya a echar a peder, con lo que prometía –y mirando por el retrovisor reparó por primera vez en el rostro de Metzger–. ¡Oiga!, yo a usted le conozco. Usted es el alemán del Rayo… A ver si ahora pone usted orden, que últimamente atrás somos un colador… Sí señor… falta orden en la defensa. Y en el equipo. Y en la vida de estos jóvenes. A ver si ahora con usted en Mospintoles vuelven las cosas a ser lo que fueron la temporada pasada, que falta nos hace. Van a echar al míster, eso seguro, porque ayer dijeron que le confirmaban en su puesto. A ver a quién traen ahora. Pero el que venga no lo va a tener fácil, porque en el equipo se han instalado ciertos hábitos… perniciosos, usted me entiende. Al final, al menos esa es mi opinión, el míster ha sido muy blando con la disciplina, y ha permitido que se le subieran a la chepa, y cada uno está haciendo lo que le da la gana. Aquí es, señor Metzger. Son veinticinco euros y un autógrafo que me va a firmar ahora mismo en esta carpeta. Sea usted bienvenido, y nosotros bienhallados, que falta nos hace. Sí señor… Y que san Cucufato nos haga subir a primera este año –y según dijo esto último el taxista jaló de la punta de su corbata, y haciendo un nudo en ella invocó al santo con una plegaria obscena.