—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Saltan las alarmas (1)

«Una semana de infarto» – segunda parte
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Manolo bajó la puerta metálica del bar. Aún faltaban tres horas para el cierre habitual. Echó el candado y entró al edificio colindante. Tras atravesar un largo pasillo llegó a una puerta de seguridad. Desde ella accedió de nuevo al bar. Sentado en el reservado, con una caña de cerveza en una mano y una loncha de jamón en la otra, estaba don Faustino. Manolo se sentó a su lado, pasándole un brazo por el hombro.

» Me está matando… Sepárese, le dije. No puedo, no lo toleraría… Denúncielo, le volví a sugerir. Sería mucho peor, me contestó.

—Ahora, a las cinco y media de la tarde es cuando estás localizado y abres el pico. Faustino, hay que pensar en los amigos del alma, coño. Esta mañana te he llamado al móvil varias veces pero como nunca lo llevas encima… También intenté conectar con el Instituto y siempre comunicaba. Conforme pasaban las horas las noticias eran más confusas y preocupantes sobre lo que había pasado en el Fernando Orejuela. Algunos hablaban de un muerto, tu nombre salía a colación en algunas versiones… En casa tampoco estabas… Menos mal que se me ha ocurrido llamar a Matute y él me ha dicho que estabas bien. Me ha contado lo que sabía, que era lo poco que su hijo Sergio le había dicho entre sollozos. Eso me tranquilizó pues supe que no te había pasado nada grave pero, compréndelo, no se tiene así a los amigos… En vilo y a punto del miocardio…
—Perdona, Manolo. No ha sido mi intención provocarte un infarto pero es que todo ha sucedido tan deprisa… El ruido cuando estaba en clase, la agresión, la policía, los primeros trámites… Charlé con algunos padres para tranquilizarles, varias reuniones urgentes en el Centro… A última hora se acercó María Reina. Yo que sé… Me han llevado en volandas como un pelele, de aquí para allá y de allá para acá.
—Y todo por culpa de un capullo que no tiene una neurona sana. El tal Remigio, ¿no?
—Sí, un viejo conocido… Un hijo de puta en toda regla. Mató a su joven esposa a disgustos. A su hijo lo tiene tan consentido que acabará convirtiéndolo en un pobre desgraciado…
—A ti, hace un par de años, te denunció a la Inspección educativa…
—Era el tutor de su hijo. Recuerdo que varias veces hablé con su mujer. Una chica estupenda. Muy guapa y enormemente tímida. La pobre tuvo la desgracia y la torpeza de casarse con este animal –al viejo profesor se le humedecieron los ojos–. La última vez que la vi lloraba como una madalena. Me está matando… Sepárese, le dije. No puedo, no lo toleraría… Denúncielo, le volví a sugerir. Sería mucho peor, me contestó. Yo le ayudaré, y el resto de mis colegas, le dije sinceramente. Me miró aterrorizada y me suplicó que me olvidase del asunto. Estoy enferma, me está matando, don Faustino…, pero pronto todo acabará, me susurró entre sollozos –el profesor bajó la mirada–. Nunca debí hacerle caso. Tres semanas más tarde fallecía. De muerte natural… Eso dijeron los médicos. A partir de ahí empezaron los problemas con el hijo de puta.
—Olvida aquello, Faustino. La Delegación sobreseyó la denuncia.
—¡Ostras, Manolo! –el profesor se dio una palmada en la frente–. Hoy me tocaba ir a casa de Piquito a darle clase…

* * * * * * * * * * *

~¿Carlos?

~Dime, Belmonte.

~Te llamo para informarte que he hablado con la Inspección educativa y con algunos jefecillos de la Consejería, todos muy preocupados, claro, por la repercusión que tendrá el asunto de esta mañana. A buenas horas mangas verdes…

~Estaba durmiendo, Director. Me he quedado frito en el sofá nada más llegar a casa. Llevo más de un día sin pegar ojo.

~Lo siento pero quieren verte mañana en la Consejería.

~¿Para qué?

~Para salvar su puto culo. Sabían perfectamente lo que ocurrió hace dos años cuando don Faustino le dio clase al hijo de ese psicópata. El viejo los puso tan a caldo que tuvieron que envainársela y trasladar al niño a otro Instituto. Y este año van los incompetentes y autorizan su vuelta. Ya me olía que volveríamos a tener problemas. Te ha pasado a ti y a su tutora pero le podría haber ocurrido a cualquiera. Los de la DConsejería, como jamás reconocen un error, piensan descargar sus culpas en tus espaldas y las mías. Bueno, mucho más en las tuyas porque como ni dios quiere ser director de la cosa a mí me tienen que cuidar un poco pero a ti, un simple profesor interino…

~¿Qué debo hacer?

~Has de estar en la Consejería de Educación a las nueve de la mañana. Lleva preparada una buena estrategia de defensa porque intentarán dejarte en cueros vivos. Desean una medida ejemplar para el agresor pero también que el profesor no salga indemne del escándalo. Querrán actuar de mediadores entre tú y ese animal para que así todo se resuelva civilizadamente, sin entrar en asuntos judiciales. Echar tierra al asunto, vamos. Nosotros retiramos la denuncia y, a cambio, los lumbreras de la Consejería se llevan de nuevo al crío a su anterior Instituto o a otro. Por supuesto, te aplicarán alguna medida disciplinaria. Quizás no te renueven la interinidad o quizás todo se limite a escribir una nota en tu expediente. En resumidas cuentas, Carlos: la has cagado por no haberte dejado pinchar un par de veces por el Remigio de las narices.

~¿Estarás tú presente?

~No me dejan. Estarás sólo ante el peligro…

~¿Y don Faustino?

~A ese no lo quieren ver ni en pintura. Lo han dado por imposible desde hace tiempo. Saben cómo se las gasta porque estuvo de concejal muchos años en el ayuntamiento y porque también fue director del Instituto otros tantos. Encima se rumorea que anda metido de nuevo en la cosa política. Así que prefieren tenerlo como amigo a enemigo. Estos tíos no son tontos. Así que átate los machos, Carlos, porque todas las bofetadas van a querer estamparlas en el mismo carrillo…

~¡El mío!

~Además de fuerte, eres un chico listo… Buena suerte.

* * * * * * * * * * *

—¿Cómo fue el día, madre? ¿Cansá?

Piquito estaba aburrido como una ostra y tenía un punto de preocupación. La recuperación de su grave lesión, acaecida en el mes de diciembre, iba viento en popa y los mejores pronósticos vaticinaban que en un mes podría reaparecer. Ya había empezado a tocar balón muy suavemente y desde mediados de semana comenzaría a trabajar con él a media intensidad. Sin embargo, por precaución, todavía estaba obligado a quedarse en casa por las tardes, lo que llevaba con desagrado. Nunca había estado con tal periodo de inactividad. Los amigos que –al principio– solían visitarlo muy a menudo para hacerle compañía, habían ido espaciando las visitas, por cansancio o aburrimiento. Esto le había llevado a concluir que, amigos, lo que se dice amigos, sólo tenía un par de ellos. Todos los demás eran circunstanciales conocidos. La pequeña preocupación venía porque don Faustino no había acudido esa tarde a darle clase. Los lunes tocaba un poco de cultura general pero hoy el profesor había hecho novillos. Piquito, extrañado, le llamó en múltiples ocasiones pero siempre recibió la callada por respuesta. La cosa pintaba extraña.

—Cuando vuelvas a jugar, voy a ser yo quien se tomará unas semanas de descanso. Estoy agotada, hijo. Y eso que hoy vengo más temprano. –Inmaculada dio un beso a Piquito y se sentó a su lado, en el sofá– ¿Cómo ha ido esa clase?
—No ha venío don Faustino. Es mu raro… Y su teléfono no da señales de vida. Mu raro…
—Le habrá surgido algún imprevisto. Además, ya va siendo mayor y la memoria empieza a flaquear.
—Que no, madre, que algo ha debío pasar.

En esos momentos sonó el móvil de Piquito. El chaval lo empuñó rápidamente. Inmaculada se fue a la cocina a beber un vaso de agua. Cuando regresó su hijo ya había finalizado la conversación.

—Don Faustino. C’abío un accidente en el Instituto y ha estado súperliao todo el día y parte de la tarde. Y que lo sentía, que mañana vendrá en lugar de hoy, a la hora habitual. Y ha colgao, madre. No sé, le notaba algo raro en la voz.

Entonces, Inmaculada se vio obligada a contarle a Piquito lo que sabía, lo que la ciudad entera conocía menos –a lo que se ve– su querido hijo.

(Continuará…)