—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Entrevistas, reuniones y fiestas (3)

(Lee la entrega anterior)

Subieron al taxi y López apremió al taxista para que les llevara al ayuntamiento, indicándole que debía dar un breve rodeo, lo que no dejó de intrigar a Piquito. Pasaron por delante de la imprenta de La Tribuna de Mospintoles. Las persianas estaban a medio echar, y allí no se veía un alma.

» El resto de funcionarios debían estar tomando el café… Todos juntos, como reza la tradición en España.

Al doblar la siguiente esquina en dirección a los jardines situados delante de la Casa Consistorial, aparcado junto a la acera, había un autobús de dos pisos transformado en guagua, sin techo en la parte superior que estaba decorado con carteles y propaganda del Rayo.

Piquito, que iba junto a la ventanilla, fue incapaz de reprimir una exclamación de sorpresa y regocijo: en la acera se encontraban unas personas con la cara pintada y ataviados con los colores del Rayo. Estaban distribuyendo pasquines entre los viandantes y junto a ellos había una charanga tocando pasacalles animadamente; la gente se agolpaba junto a ellos y los niños bailaban y saltaban al son de la música en un ambiente festivo.

El taxi se fue alejando poco a poco de aquel lugar, cercano al edificio del Ayuntamiento, y Piquito volvió la cabeza para no perder de vista la escena hasta que doblaron una esquina. De alguna manera —lejana y ausente— él era el artífice de aquella fiesta, y había pasado junto a aquella muchedumbre sin que advirtieran su presencia. Todo aquello tenía un aire irreal, como en una de esas películas inglesas, que aburrían a Piquito.

En el taxi, López y Basáñez intercambiaron unas miradas cómplices.
—Tiene usted el teléfono del encargado de la representación—pidió confirmación López a su factótum.
—Descuide, López. Le he llamado antes de salir y la comunicación funciona. Esperemos que la tecnología no nos juegue una mala pasada.
—No sea usted agorero, Basáñez. Nunca lo es.

Basáñez ahogó una sonrisa calculada, como de asentimiento.

Llegaron junto al Ayuntamiento y López ordenó al taxista que aguardara allí hasta que volvieran. Junto a los jardines había una parada de taxi, y el conductor estacionó el vehículo al final de la zona habilitada a estos servicios públicos.

Los tres bajaron del taxi, y Piquito, junto a ellos, sin saber a qué venían ni por qué estaban allí, volvió la vista hacia el final de la calle, como esperando ver de nuevo la fiesta que se estaba perdiendo; de buena gana hubiera vuelto sus pasos hacia ellos pues sentía que algo de él quedaba allí.

López y Basáñez cruzaron la calle y Piquito les siguió demorando el paso. Cuando entraron en aquel edificio rehabilitado y modernizado que llevaba más de un siglo siendo sede del Consistorio se dirigieron a Oficinas generales, donde informaron a la persona que les atendió, que respondía al nombre de Mari Pili, de que tenían una cita con el señor alcalde.
—¡Uy, sí! Ya sé quienes son. Segis les está esperando en su despacho, en el piso de arriba.

(Continuará…)