—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

No es culpa del balompié (y 3)

(Lee la entrega anterior)

—Sí, eso… Ahora sí que estoy jodido…
—Es lo que les pasa a los que no tienen cabeza. ¿Y ha sido mucho?
—He sentido un clac… Y me duele la hostia…
—Bueno, estate ahí sentado y ponte hielo. No lo tengas ahí parado en un mismo sitio que te harás una quemazón… Muévelo a cada poco. Luego te vas a la ducha y cuando salgas vuelves aquí, a ver si podemos acercarte a urgencias para que te miren lo que tienes. Miguel, por favor –interpeló a uno de los conserjes–, llama al servicio médico a ver si hay suerte y está todavía por allí el fisio.

» —Agustín, tenemos un problema en uno de los vestuarios… El chaval de la rodilla, está tirado en el suelo, aullando de dolor.

Nos dimos la vuelta y salimos.
—Oye, Agustín… ¿Tú no eres médico, verdad?
—Pues no.
—¿Y adivino tampoco, verdad?
—¡Ca! –negó riendo–. Lo que ocurre es que sabe más el diablo por viejo que por diablo.

Permanecimos aún unos minutos allí, embromando por un lado y sorprendiéndonos de la estupidez del chaval, cuando llegó mi amigo, que es médico, y le relatamos la peripecia.

No habrían transcurrido diez minutos desde que dejamos al chavalote con el hielo en la oficina de los conserjes cuando llega corriendo uno de ellos para recabar la atención del encargado:
—Agustín, tenemos un problema en uno de los vestuarios… El chaval de la rodilla, está tirado en el suelo, aullando de dolor.

Corrimos los cuatro por el pasillo “de pies sucios” hasta el vestuario que nos indicaba el conserje.

El chaval se había tumbado en uno de los bancos del vestuario, desnudo completamente y gimiendo. Aquel cuadro era esperpéntico a la vez que sobrecogedor… Ver llorar a un muchachote de veinte años no es cosa que yo vea a diario.

Mientras mi amigo cumplía con su obligación hipocrática, Agustín se acercó al chaval y le preguntó qué había pasado. Y el chico, entre sollozos, nos fue contando:
—Estaba en la ducha… Se me cayó el champú… He querido cogerlo… hice un giro rápido… He sentido un crac en la rodilla mala… Y he caído al suelo redondo, sin poder hacer nada. Me he hecho daño en el codo… Pero no me duele el codo… Ni la rodilla que he jodido en el campo… Ahora sólo me duele la rodilla que tenía tocada… Y no puedo caminar…

Agustín y yo nos miramos; ni siquiera nos permitimos una sonrisa malévola. El cerebro no puede procesar dos dolores a la vez y sólo atiende al más intenso. Era para condolerse… Pero no de las lesiones del chaval, sino de su estupidez. «¡El fútbol es mi vida!», había dicho minutos antes. Pero no puede recaer sobre el fútbol la estupidez congénita que algunos arrastran.