—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Mal día para reaparecer (1)

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Desde que cayó lesionado, poco después de haber sido convocado por la selección española sub-19, Piquito tenía guardada la albinegra y arlequinada camiseta de la tercera equipación del Rayo con la que jugara aquel partido del que guardaba triste memoria. Un capricho de López, le habían dicho el día del partido, pero no se quitaba de la cabeza que aquella elástica le había traído mala suerte. Nunca antes había caído lesionado de gravedad, y tras cuatro meses –cuatro meses interminables, ¡cuántas cosas habían pasado en aquellos cuatro meses!– por fin iba a reaparecer; y lo haría en Mospintoles.

» A un lado y a otro había fotógrafos. ¡Maldita prensa!, siempre haciendo sangre.

La semana había sido tremendamente triste. El martes murió Miguelito, el hermano pequeño que nunca tuvo y que siempre deseó tener, delante de sus propias narices. Fue de improviso, por la negligencia de algún hijo de la gran puta que ahora se escondía detrás de la mesa de algún despacho; el niño estaba vivo, celebrando un gol en un partidillo del barrio, y al momento siguiente yacía muerto, tirado en el patio del instituto; fue todo tan rápido y tan repentino, y tan… violento, que nadie pudo hacer nada por evitarlo; el jueves la ciudad estuvo presente en el funeral y en el entierro llorando al niño, la joya del Rayo.

Piquito quedó impresionado por el color del féretro que amortajaba el cuerpo sin vida de Miguelito: el ataúd era blanco… Un blanco que se clavó en la retina de Piquito. No sabía que había ataúdes blancos. No sabía que a los niños se les entierra en ataúdes blancos… Aquello le dejó un recuerdo imborrable –¡qué raros (y tétricos) son los ataúdes blancos!–. Y el ambiente en la iglesia, y el silencio de las diez mil personas que quisieron arropar a los desconsolados padres que habían perdido a su único hijo por la negligencia de un hijo de la gran puta que ahora se ocultaba en un despacho, ese silencio le sobrecogió el ánimo de forma que tuvo escalofríos durante todo el funeral.

Piquito quiso llevar el féretro hasta el altar, pero en cuanto se agarró a las asas del ataúd se imaginó a Miguelito yaciendo dentro en silencio, sólo, serio, triste… y comenzó a llorar desconsoladamente. Sólo pudo andar unas decenas de metros; tuvieron que relevarle, y lo sacaron por una puerta lateral de la iglesia, hasta una ambulancia que el ayuntamiento había dispuesto allí cerca.

Luego, casi repuesto, quiso entrar en la iglesia, pero no pudo… En aquel recinto no cabía un alfiler. Se fue hacia la salida, empujando aquí y pidiendo permiso allí… Para nadie en Mospintoles era desconocido, y todo el mundo sabía el vínculo que se había establecido entre Piquito y Miguelito en los últimos meses, desde que comenzara a aparecer por los campos de entrenamiento del Rayo, por lo que en cuanto el veían le dejaban pasar si había hueco, pero en la iglesia era imposible entrar. Llegó a la puerta que daba acceso a la nave principal de la basílica, y desde allí siguió el oficio fúnebre.

Desde ese lugar vio que en las primeras filas estaban sus compañeros del equipo profesional del Rayo, en los bancos de la derecha. Los bancos de la izquierda debían ser los de la familia. A un lado y a otro había fotógrafos. ¡Maldita prensa!, siempre haciendo sangre. Eran tan hijos de puta como el hijo de la gran puta que ahora estaría parapetado tras un despacho y por cuya culpa Miguelito estaba muerto… Y pensó en Susana… Al fin y al cabo los chicos de la prensa sólo querrían hacer su trabajo… porque algún comedor de carroña les había enviado hoy allí. ¿Pero a qué venían tantas fotos? Con un par de ellas hubiera sido más que suficiente… Se excedían…

Algo dijo don Rosendo, el cura, y la gente comenzó a murmurar… y a salir de la iglesia. Cuatro profesionales del Rayo cogieron el féretro… Allí estaba Chili, llorando en silencio, pero más entero de lo que él fue capaz de mantenerse. Y Metzger… El teutón estaba serio… Muy serio… Casi a punto de llorar también… Se escuchaba un sordo rumor que todo lo envolvía, pero no se entendía ninguna frase.

(Continuará…)