—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

La candidata (y 4)

(Lee la entrega anterior)

Algunas cabezas asintieron, y puesto que don Faustino les proponía participar, se permitieron comentar algo con el de al lado. Pero pasados unos instantes el profesor, al igual que había hecho minutos antes, volvió a comenzar en un tono de voz muy bajo, volviendo a captar la atención de inmediato:
—Y ya puestos a realizar actividades en los espacios públicos, me gustaría lanzar un ciclo de conciertos para los jóvenes y no tan jóvenes, sin robar popularidad a las romerías; buena música, al margen de lo que nos quieran vender los lanzadores de éxitos enlatados.

» Todos los concejalables […] estaban en la sede del partido aguardando a irse a la cama sabiéndose ediles. Todos tenían ansia de conocer su futuro salvo uno… el de siempre.

»Existe cierto tipo de música que ha de ser escuchada en un salón de actos… Pues también, también deberán tener cabida los conciertos menos populares, esa música de cámara, esa música clásica que debe ser disfrutada en la tranquilidad de un salón. Sin olvidar el baile, otra manifestación cultural que solemos olvidar como tal. El baile para los más mayores como forma de relacionarse y mantenerse activos, y el baile para la juventud desde una óptica cuasi-deportiva.

»Y ya puestos a pedir, y si me dejan ustedes, me gustaría crear una escuela para jóvenes, para mayores y para los un poco más mayores que enseñara a escribir… Podría ser una escuela de periodismo, con la creación de un semanario ciudadano, pero deberíamos extender esa escuela al arte de escribir, por ejemplo el arte de escribir cuentos… y publicarlos en el semanario.

»Estas, señoras y señores que han tenido la paciencia de escucharme durante estos minutos, son mis ideas de cómo debe funcionar un ayuntamiento, al margen de lo que ponga en este papel que me han dado a modo de guión minutos antes de que me empujaran a este entarimado, guión que ni siquiera me he tomado la molestia de leer.

»Quizá, de salir elegido concejal, deba luchar contra mi propio partido, pero en caso de que se diera esa probabilidad, les aseguro que esta vez me quedaré hasta el final para doblegar la necedad, la torpeza, el oscurantismo y la burricie…

Don Faustino apagó el micrófono inalámbrico, dio media vuelta y salió del escenario sin esperar a que el conductor del mitin le despidiera desde el estrado.

Cogido por sorpresa tras el inesperado final, el público, lentamente, comenzó a aplaudir, y acabó haciéndolo de forma unánime. No se pudo catalogar de ovación, pero tanto el aplauso como el respeto que se había ganado el viejo profesor fueron colectivos.

María recordaba estas escenas que habían transcurrido hacía cuarenta y ocho horas mientras miraba con aire ausente la pizarra blanca que se iba llenando de los datos que llegaban por teléfono sobre los escrutinios parciales de cada mesa.  La proyección de voto les permitiría anticipar el resultado final e ir preparando su ánimo y su discurso.

Todos los concejalables y algunos que lo tenían francamente difícil habida cuenta de su posición en la lista, estaban en la sede del partido aguardando a irse a la cama sabiéndose ediles. Todos tenían ansia de conocer su futuro salvo uno… el de siempre.

No muy lejos de allí don Faustino estaba jugando una partida de ajedrez con el inspector Cañeque en el bar de Manolo, cerrado al público desde las diez de la noche, mientras el dueño preparaba los útiles para el día siguiente, una mañana que se aventuraba muy activa dado que ya se sabría la composición de la nueva Corporación…

—Faustino –llamó Manolo–, tú aquí jugando al ajedrez con el inspector, y a lo mejor ya eres concejal y todo.
—Pues si os digo la verdad, me pienso ir a la cama sin saber si he adquirido esa pesada responsabilidad. Seguro que mañana algún botarate me despierta temprano para decirme si sí o si no –dijo don Faustino a Cañeque y alzando las cejas en dirección a Manolo.
—No creo que alguien ose turbar su descanso, don Faustino –dijo el policía.
—Don Faustino sabe bien que en cuanto me entere le voy a despertar –rió, socarrón, Manolo–. Aunque sean las tres de la madrugada. Porque no vas a escapar a tu destino, Faustino.
—A esa hora estarás en la cama tú también, viejo carcamal.
—Por eso te vas a salvar de que te despierte…

Los tres rieron la obviedad de la situación que había creado Manolo. Lo cierto es que en aquellos momentos en ninguno de los tres se despertaba el más mínimo interés por la política local. Pero en ese momento sonó el teléfono del bar. Manolo descolgó el auricular:

~¡Manolo!, soy María. ¿Está don Faustino por ahí?

~Hola María. Yo también me alegro de hablar contigo. Y sí, gracias; me encuentro perfectamente.

Don Faustino ni se inmutó, y agarró dos piezas del tablero:
—Me enroco, Cañeque.

~Lo siento Manolo, no estoy fina para exquisiteces. Necesito hablar con el profe.

~En este momento está ocupado, y no va a poder atender tu llamada. Si quieres le doy el recado.

Cañeque ya había movido, y don Faustino aprovechó para anunciar un jaque a la dama, algo que sólo se estila en partidas amistosas entre los más viejos ajedrecistas. El policía y el profesor mantenían la vista fija en el tablero. Manolo colgó el teléfono y se dirigió hacia la mesa. Sus ojos brillaban y una sonrisa mefistofélica también brillaba en su cara.
—Era la Reina, la primera dama de Mospintoles… Aunque, hablando con precisión, el que sería el primer “damo” es Sebas… Estaba muy alterada y quería decirte algo personalmente. Como sé que a ti te la trae floja, le he dicho que me diera el mensaje… Pero mejor te llamo por teléfono a casa a las tres de la mañana.