—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Cuando baja la marea (1)

Una semana de infarto – quinta y última parte
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completa

Eran las siete de la mañana del jueves. A esas horas don Faustino ya estaba levantado y en perfecto estado de revista. Esta vez había pensado desayunar en casa al tiempo que le daba vueltas al asunto de si comprar el coche que Matute le había ofrecido. ¡Qué mala pata que fuese de ese cabrón del Remigio! Ya se había hecho a la idea de cambiar de coche, de abandonar a su querido utilitario renqueante y artrósico por uno más joven y musculoso, pero saber que el aspirante a la sucesión pertenecía a ese cacho animal de dos patas le provocaba náuseas. Al despedirse de Matute en la larga charla de la tarde anterior, éste le había dado el precio de venta y era para no pensárselo ni un minuto: hecho, Sebas, ¿dónde firmo? Sin embargo, mantuvo su palabra y quedó en responderle hoy. Claro que la decisión seguiría siendo provisional hasta tanto Remigio no confirmase la venta anunciada y, para eso, debía dar señales de vida. ¡Lo mismo, al enterarse de quien era el comprador, se negaba en redondo!

En esas estaba cuando le sobresaltó el timbre de la puerta. No, no era una equivocación. Quién llamaba lo hacía con insistencia, conocedor de que quien allí vivía ya estaba levantado. Dejó en la encimera el tetra brick de leche y fue raudo a abrir.
—¡Buenos días, don Faustino! Perdone que le moleste de esta manera tan abrupta pero acabo de bajar a la calle a pasear el perro y he visto su coche. ¡Está completamente quemado!

El viejo profesor reaccionó con entereza ante la mala noticia.
—Gracias por decírmelo, vecino. El pobre estaba para el arrastre pero no merecía ese final tan chusco. Voy a buscar las llaves y bajo a ver qué se ha podido salvar.
—¿Quiere que le acompañe? –le preguntó, solícito, su vecino de escalera, un viejo jubilado, antiguo abogado, cuya vida discurría entre la rutina y el hastío. Todo lo contrario de lo que había sido su larga vida laboral.
—Sí, se lo agradecería.
—Si tiene una cámara de fotos le recomiendo que se la baje y haremos unas cuantas instantáneas. Los del seguro querrán luego irse de rositas y pagarle a usted dos duros aduciendo que el coche era más viejo que Matusalén. Y de cara a la denuncia tampoco le vendrán mal.
—Gracias por el consejo, don Anselmo. Un segundito que ahora mismo vengo.

El profesor dio media vuelta y, lo más de prisa que pudo, pese a las molestias que en ese momento sentía en su pierna izquierda, se fue a por las llaves y la cámara de fotos. ¡Vaya semanita de infarto que llevaba! El cuarto día de la puñetera semana no podía haber empezado peor.

* * * * * * * * * * *

En casa de los Matute acababa de sonar el despertador. Normalmente era Sebas quien se levantaba primero. Pasados unos veinte minutos, llamaba a María. Esta vez fue ella la primera en despertarse. Instantes después le llamó tocándole en el hombro, que asomaba fuera de las sábanas.
—Sebas, es la hora.

Matute tardó en abrir los ojos. Estaba cansado. La noche anterior se había acostado muy tarde porque, después de irse María tras el escándalo que escucharon en “Radio Pelota”, él siguió en el salón sin decir ni mu. Ni tenía ganas de discutir con su señora, que se fue directa a la cama con el ceño muy fruncido, ni tenía ganas de acostarse. Aquellas insultantes palabras de Evaristo, dejadas al descubierto por un micrófono indiscreto, le hicieron sentir mucho más que afecto por Susana. Qué duro debía ser el ambiente de trabajo de la emisora para que aquel energúmeno la tratase así. Pero, ¿sería verdad lo que había dicho aquel racista? Sacó el otro brazo de debajo de las sábanas, miró el reloj de pulsera que María le había regalado por su último cumpleaños, y dijo con voz casi susurrante:
—Soy el jefe así que hoy acudiré al taller un poco más tarde. Estoy muerto de sueño…

Entonces se dio media vuelta en la cama en dirección a María y, temiendo ver qué morro le tendría preparado a tenor de cómo fue la despedida nocturna, entornó los ojos para ir abriéndolos poco a poco. Conforme lo hacía se fue llevando una grata sorpresa. Su mujer le miraba sonriente y con una cara mitad beatífica y mitad picantona. Se quedó un poco desconcertado viendo que no era la actitud que había previsto, pero más sorprendido quedó cuando se dio cuenta que su mujer estaba desnuda. Ella se acurrucó a su lado.
—Sebas, siento mis palabras de anoche sobre esa chica. No sé porqué reaccioné así. No tengo prueba alguna. Fueron horribles aquellas acusaciones…
—Si te lo he dicho, mujer. Si mi única relación con esa periodista fue salvarla de la paliza que unos ultras estaban dándole en un descampado cercano a un campo de fútbol.
—Estoy muy nerviosa desde hace tiempo. Lo sabes. Me juego mucho en las próximas elecciones. Son como una final de ese campeonato que siempre tienes en la boca… ¿la Liga, Sebas?
—La Champions, querida.

—Pues eso, me voy a jugar en menos de un mes todo por lo que vengo luchando desde hace años. Si pierdo las elecciones mi futuro político puede ir cuesta abajo. Han ido quedando muchos cadáveres en el camino. Segis lleva demasiados años gobernando en el Ayuntamiento y se cree el amo de la ciudad y del partido, a pesar de que perdió las primarias. No las tendré todas conmigo hasta que no gane las elecciones y lo haga por mayoría absoluta. Pero… no quiero hablar ahora de todo eso, aunque me hace mucho bien, Sebas. Es demasiada la presión que soporto, demasiada tensión la que se vive en estos momentos tan decisivos.

María se dio cuenta que iba por mal camino, que ese no era el momento de contar sus cuitas profesionales a su maridín. Había tomado la decisión, viéndole dormir como un bendito, de demostrarle que estaba dispuesta a luchar porque no naufragase su matrimonio. Ni le convenía a su carrera política ni estaba segura de haber dejado de querer a Sebas. Tampoco haría nada que perjudicara a su hijo Sergio, al que tenía abandonado desde hacía años por culpa del ejercicio casi exclusivo de su profesión. Nunca había sido celosa pero, a pesar de que se consideraba todavía muy atractiva, no podía evitar el ver a Susana, mucho más joven que ella, como una amenaza. Algo absurdo pero conocía varios casos de colegas masculinos que, con una edad similar a la del Sebas, habían dejado a sus mujeres por otras más jóvenes. Quizás el problema estaba en ella misma, que veía cómo fuera de casa los hombres de su entorno la miraban con unos ojos mucho más golosos que el forofo pelotero que tenía en casa. Y, encima, eran mucho más atractivos que él…
—No te quiero aburrir con mis pejigueras laborales… –concluyó.
—Pues quizás deberíamos hablar más de esas pejigueras, las tuyas y las mías. A lo mejor nos dábamos cuenta que nos necesitamos mucho más de lo que creemos –respondió Sebas.
—Ya lo hablaremos más tarde. ¿Cuánto tiempo hace que no nos damos un revolcón al despertar?
—Uf, ni me acuerdo, María. Con lo que a mí me gusta, así, tan calentitos los dos, con las pilas bien cargadas…
—Y el Sergio durmiendo… –remató la señora Reina, a la que no se le escapaba ningún detalle.
—Eso… ya no lo sé, cariño. Me parece que sigues viendo al Sergio como un niño y ya es un tío con los güevos llenos de pelos…
—No seas basto, hombre. Además, rompes así bruscamente un momento tan, tan… –la palabra no le salía de la boca.
—¿Romántico? ¿Íntimo? –el Sebas acudió al quite.
—Agradable. Ya sé que no es un niño pero si anoche se acostó también tarde seguro que estará durmiendo a pierna suelta y, por la hora que es, tenemos todavía veinte minutos para actualizar ese “ni me acuerdo”. Yo estoy muy caliente, ¿y tú?

Ni respondió. El Sebas se abalanzó sobre los morros de María y le estampó un beso de película. No la ahogó de milagro. Se aplicó con un frenesí similar al que tenía en sus años de soltero, cuando buscaba compulsivamente cualquier hembra bien dotada para acallar la llamada salvaje de su sexualidad desbordada. Fuera por la falta de costumbre a esas horas o porque le urgía el deseo de comprobar que su mujer aún le deseaba y que él seguía sintiendo por ella la misma pasión de antaño, aquel arrebatado beso le supo a gloria. Suspiró aliviado. Todavía seguía poniéndose a cien al notar el contacto de sus cuerpos desnudos. Todavía seguía habiendo química entre ellos dos.

Cuando María intentaba respirar con cierto desahogo tras aquel besazo inesperado y el Sebas reponía fuerzas y aliento, la puerta del dormitorio se entreabrió y Sergio asomó el careto.
—Papuchis, anoche no me acordé de deciros que hoy… –cuando vio el percal, aunque en ese momento sus padres estaban recomponiendo la figura, cerró el pico, también la puerta y fuese con una sonrisa llena de felicidad. Eso era lo que deseaba de sus padres, que gozasen juntos, que se amasen, en vez de alzar la voz recriminándose cosas. Qué ganas tenía él también de disfrutar del sexo con una chica, de comprobar si lo que había leído en las revistas, visto en videos del internet y oído a algunos compis más adelantados, era tan estupendo y maravilloso como parecía. ¡Ojalá que no fuera propaganda!
—Por poco nos pilla en plena fiesta –dijo María al tiempo que se ponía aún más colorada, es decir, más hermosa.
—No te preocupes. Ni es la primera vez ni espero que sea la última… –remachó el Sebas al tiempo que volvía al ataque. Sólo que esta vez lo hacía a toda pastilla, con boca, manos y lo que hiciera falta.

* * * * * * * * * * *

Don Faustino entró en el Bar Manolo arrastrando ambos pies. Pareciera que llevaba grilletes. En cuanto lo vio Manolo supo que algo le pasaba. Iba a salir de detrás de la barra cuando el profesor le calmó:
—Tranquilo, Manolo. Estoy bien, sólo que deseando que acabe esta puta semana y todavía falta día y medio.
—El Remigio, ¿verdad? ¿Por qué coño lo han dejado suelto?
—Me voy al reservado. Ponme lo de siempre. No me ocurre nada, sólo un bajón anímico que pasará a mejor vida en cuanto tome tus comistrajos…

No tardó mucho Manolo en llevar a don Faustino su habitual desayuno.
—Desembucha –le dijo en cuanto dejó la bandeja sobre la mesa.
—Esta madrugada le han pegado fuego al coche. Lo rociaron con gasolina y no ha quedado de él ni la matrícula.
—¡Ese cabronazo es un peligro público! ¿Cómo lo dejan suelto? Porque habrá sido él, seguro, quien si no… Ya te lo advertía ayer el inspector Cañeque. ¿Has puesto la denuncia?
—Ahora iré, cuando esté bien comido y repuesto del susto. Me he mantenido sereno y fuerte al principio, pero cuando venía para acá, andando por las aceras casi desiertas, me ha entrado un bajón que me ha dejado hecho cisco. El pobre Renault ha quedado irreconocible. Le he hecho unas fotos por consejo de don Anselmo, el vecino que me ha avisado. Mira… –don Faustino sacó la cámara y le mostró la decena de imágenes que había tomado.
—¡Qué canallada!
—Veinte años de recuerdos… Un poco de gasolina, una cerilla y plaf, en unos minutos, todo a la mierda. Lo compré cuando me fui huyendo de Mospintoles, ¿recuerdas? He recorrido con él gran parte de este país –don Faustino tomó un poco de café con leche y prosiguió con su lamento–. En ese coche me enamoré, me he peleado con gente querida, he llevado a un joven que se moría… Cuántas veces vagué sin rumbo fijo pretendiendo olvidar los problemas del día o encontrarles una solución allí dentro, protegido por su coraza de acero. Me estoy poniendo cursi, Manolo. No es la pérdida del coche… es que ha desaparecido para siempre el escenario de importantes momentos de mi vida en los últimos veinte años.
—Siempre estarán en tu cabeza, en tu jodida cabeza, Faustino.
—No es lo mismo…
—No le des más vueltas. Quemándolo se han adelantado a su muerte natural. Veinte años… joder, ¿quién coño tiene un coche veinte años seguidos?
—No es el puto coche, son los recuerdos que me traía…
—Siempre habías huido visceralmente de los recuerdos y en esta semanita le has dado la vuelta a la tortilla de una manera…
—Tienes razón. Menuda putada lo de esta semanita.
—Además, estabas dándole vueltas a la idea de comprarte ese Audi que Matute te ofrecía a precio de ganga, ¿no? Olvídate del viejo coche porque de todas maneras lo ibas a largar a mejor vida. Ya sé que no es lo mismo verlo quemado que dejarlo en un taller o en un desguace pero al final es lo mismo: acaba destrozado. Ahora, con más razón que antes, comprarás ese cacharro del Sebas…
—No lo sé, por eso quisiera pedirte consejo. ¿Tú crees que debo comprar un vehículo que ha tenido como dueño a ese animal del Remigio? A saber tú qué recuerdos y vivencias cobijará en su interior…
—¡Pues sí que te ha dejado tocado la quema de tu viejo “cuatro latas”! ¡Anda y que le den!

(Continuará…)