—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Sorpresas te da la vida (3)

(Lee la entrega anterior)

El campo del Rayo tenía una buena entrada. Iban a cumplirse las cinco de la tarde. Los jugadores habían sido citados a esa hora para hacer una serie de ejercicios físicos de cara a la galería a modo de último entrenamiento y para recibir instrucciones concretas ante las inminentes vacaciones. La afición había sido convocada en una tarde de puertas abiertas con objeto de homenajear al equipo. En muchos de los aficionados todavía se notaba la profunda decepción por no haber podido disputar la promoción a Primera aunque algunos reconocían que de haberlo hecho las posibilidades de ascenso habrían sido mínimas.

» Muchos eran los rumores que en los últimos días se habían escuchado por la ciudad respecto al entrenador, al que los sectores mejor informados daban por cesado.

Allí estaba el público, aficionados y curiosos, llenando a medias el campo como si fuese un hito histórico lo que iba a ocurrir en el césped. Algunos, sin embargo, criticaban abiertamente el horario escogido por culpa de aquel calor insoportable. López ya podía haber montado el paripé a una hora más fresquita…

En la primera fila un grupo de chavalas de buen ver movían las tetas y unos pompones con los colores del Rayo al grito pelado de “¡Piquito, Piquito!”. Cerca de ellas tres abueletes conversaban animadamente sobre un partido liguero de hace cuarenta y un años contra el eterno rival del Alcorcada, en la actualidad en horas bajas. Una fila más arriba cuatro maduros tíos entrados en kilos, cuyo peso en bruto debía rondar la media tonelada, se zampaban sendos bocatas de mortadela al tiempo que no perdían ojo del bamboleo pectoral de las mozas. En el estadio el espectáculo –como casi siempre– estaba en la grada.

Al cabo de pocos minutos el público comenzó a aplaudir a toda pastilla, es decir, con las dos manos y hasta con las orejas. Los jugadores del Rayo, ataviados con su equipación de gala, saltaron al terreno de juego. Encabezaban la marcha las tres figuras del equipo (Piquito, Chili y Metzger) junto al capitán. Tras ellos el resto de la plantilla y detrás el cuadro técnico comandado por el entrenador. Muchos eran los rumores que en los últimos días se habían escuchado por la ciudad respecto al entrenador, al que los sectores mejor informados daban por cesado. El salto de calidad para la siguiente temporada necesitaba a alguien con más experiencia y renombre pero –como siempre– la primera y última palabra la tendría López.
—¡Arbitrucho, cabrón! –gritó un despistado o un cachondo, provocando la hilaridad del público de alrededor.

El entrenador desplegó a sus muchachos a lo largo del círculo central y les puso una serie de ejercicios físicos para que empezaran a sudar la camiseta.
—Eso que están haciendo –le explicaba un adolescente con acné a su abuela con arrugas– es un precalentamiento.
—Hijo, ¿necesitan precalentarse con el calorín que hace?
—Pues claro, abuela.
—Puf, esto del fútbol es mu complicao. Yo prefiero ver los programas de Telecinco.

Tras diez minutos de trote los heroicos chicos del Rayo, quienes saludaban de vez en cuando al respetable, empezaron a juguetear con la pelota.
—¿Y ahora qué hacen? –preguntó la abuela al nieto.
—Ahora empiezan a tocar balón.
Jodé, tié mérito tocar el balón con los pies teniendo las manos…

Poco más tarde se dirigieron hacia ambas porterías.
—¿Y ahora? –preguntaba la misma ignorante de antes.
—¡Abuela, por favor, la gente va a pensar que eres idiota! ¡Están disparando a puerta!
—¿Qué puerta? ¡Yo no veo ninguna puerta!
—La portería…
—Mi padre trabajó de portero en una casa del Ensanche de Barcelona allá por los años cincuenta…
—¿Jugó en el Barça?
—No, donde jugó fue en una tómbola. Allí se gastó todo el dinero del mes y mi madre le disparó cuatro tiros en la sesera para que nunca más volviera a hacerlo.

Aquel diálogo de besugos sólo podía producirse en un campo de fútbol. El personal del graderío no paraba de beber agua mientras en el césped continuaban los alegres chicos del Rayo con su exhibición gratuita. Cuando transcurrieron cuarenta y cinco minutos el entrenador mandó parar y dio la sesión por concluida. Se acercaba el momento del adiós.

(Continuará…)