—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Don Rosendo (y 5)

(Lee la entrega anterior)

Al cabo de unos cinco minutos llegó el inspector Cañeque. Aún jadeaba cuando entró en la iglesia y comprobó –atónito– que don Rosendo tenía un cuchillo en la mano y la sotana medio rasgada.
—¡Coño, don Rosendo! Si parece usted el asesino…
—Temblando estoy todavía, Cañeque. Temblando estoy…

En esos momentos el inspector cayó en la cuenta de la inusual iluminación que había en el templo y de la impactante música religiosa que tronaba por los altavoces.
—¡Esto parece una discoteca! Oiga, lo de su intento de asesinato, ¿no habrá sido un sueño? ¿O una alucinación? No sé, quizás un exceso de vino al consagrar…

» Diga en su informe que los hechos ocurrieron como ha deducido sabiamente pero que al final impera el perdón de los pecados y el propósito de enmienda.

—Usted siempre atacando a la Iglesia, Cañeque. Menos mal que yo no le hago caso al diablo…
—Pues mejor le iría, amigo. ¿O no ve que sólo los malos se salen con la suya, que viven más años, disfrutan mejor de la vida y tienen más llenos los bolsillos?
—Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los cielos. Mateo, capítulo cinco…
—Eso era en los tiempos bíblicos. Ahora se dice: Bienaventurados los pobres porque sólo ellos pagan impuestos.
—Bueno, ¿no me va a preguntar nada sobre el intento de asesinato de que he sido objeto o seguimos haciendo chascarrillos ingeniosos?
—Desconecte los efectos especiales y me lo cuenta con tranquilidad.

Don Rosendo entró en el confesionario. Apretó nuevamente el timbre de alarma y la iglesia volvió a recobrar la penumbra y el silencio. Acto seguido se dirigió corriendo hacia donde estaba el inspector y le dijo con la cara desencajada:
—¡Rápido, vamos a casa de Eustaquia Gutiérrez! ¡Tengo un mal presentimiento!

Cuando llegaron al piso de Eustaquia, parecía que no había nadie en él.
—¡Cañeque, hay que entrar como sea!
—Sólo podemos hacerlo con la autorización de un juez. Además, no sé qué tiene que ver esta señora con su supuesto intento de asesinato… Todavía no me ha contado nada…
—Joder, tantos tiquismiquis legales. Si entramos ahora quizás podamos salvar la vida de una madre e hijas moribundas…
—Si quiere usted dar la patada a la puerta, hágalo. Yo no arriesgo un expediente, otro más, por seguirle un juego que no entiendo…

Dicho y hecho. Don Rosendo se fue para atrás, cogió carrerilla y con toda su humanidad (casi cien kilos) se echó encima de la puerta. Nada logró porque era una puerta blindada y se hubiesen necesitado al menos cinco don Rosendos para hacerle algún arañazo.
—Está bien… Me ha convencido su determinación… Déjeme a mí.
Cañeque sacó del bolsillo un manojo de llaves y tras varios intentos logró abrir la puerta.
—¡Coño! —a don Rosendo se le puso cara de sorpresa—. ¿Así de fácil?
—Tan fácil como Moisés separando las aguas del mar Rojo…
—Déjese de bromitas y vamos para adentro. Tengo un mal presentimiento.

Allí no había nadie. Las diversas habitaciones estaban perfectamente ordenadas y limpias. En la cocina una olla exprés canturreaba echando un ligero vaporcillo por la nariz. La desolación apareció en el rostro de don Rosendo.
—Alegre esa cara, hombre. ¿Qué esperaba, ver descuartizadas a dos mujeres, abiertas en canal, acuchilladas en el pescuezo… qué esperaba? Alégrese porque sus malos augurios no se han cumplido.
—Estoy todavía reponiéndome del susto, de lo que pudo ser y afortunadamente no ha sido…
—Le recomiendo una cosa, señor cura: lea menos la Biblia. Se cuentan en ella demasiadas truculencias y atrocidades como para que no pasen factura al cerebro.
—Va, va… siempre con sus tonterías, Cañeque. Dios ha querido que hoy no se haya cometido entre estas cuatro paredes una enorme atrocidad.

De pronto empezaron a oírse gritos. Eran de una voz femenina.
—¡Dios mío, los ladrones!¡Nos han entrado a robar, hija! ¡Ladrones, hijos de putaaaa!
—Mamá, ¿no te dejarías la puerta abierta?
—Juraría que la cerré como siempre, hija, con tres vueltas de llave. ¡Hijos de putaaaa!

Cuando entraron las dos marías, se encontraron de bruces con don Rosendo, que salía a su encuentro.
—¡Usted! ¡Nunca lo abría pensado de usted…!
—Cálmese, doña Eustaquia. Yo le explicaré…
—¡Usted, en quien había depositado toda mi confianza de mujer viuda, robando en mi propia casa!
—Todo tiene una explicación… Martita, hija, dile que se tranquilice…
—¡Y una leche, me voy a tranquilizar! Le he pillado con las manos en la masa…
—¡Pero qué masa ni qué niño muerto! —don Rosendo empezaba a cabrearse.—¡Encima que me preocupo por usted!

En esos momentos apareció el inspector Cañeque. Doña Eustaquia ya no pudo más y se le fundieron los plomos, cayendo al suelo al tiempo que decía…
—¡Y tiene un cómplice!

Inmediatamente Cañeque se acercó a la mujer, sacó del bolsillo una pequeña bolsita y la puso cerca de la nariz de doña Eustaquia. La mujer empezó a recobrar el conocimiento…
—Joder, Cañeque, más que un policía parece usted un mago.
—Esto no es magia, don Rosendo. ¡Esto es un milagro!

Por fin, y tras ímprobos esfuerzos, doña Eustaquia entró en razón. A ello contribuyó, y mucho, la actitud serena de su hija Marta, que prácticamente había mantenido en todo momento la calma y el juicio. ¡Para que luego digan que la juventud de hoy es alocada!

Al día siguiente el inspector Cañeque se acercó a la Iglesia del Buen Pastor para hablar con don Rosendo.
—¿Qué ha hecho usted, alma de cántaro?
—Un respeto a la Iglesia igual que yo se lo tengo a la bofia…
—Hemos analizado el cuchillo y las únicas huellas que aparecen en él… ¡son las suyas! Eso quiere decir que o don Rosendo intentó asesinarse a sí mismo y falló, provocándose sólo un ligero roto en la sotana, o…
—O… —el cura se divertía con la argumentación del inspector, con el que estaba acostumbrado a mantener diálogos dignos de una alta comedia.
—O usted mismo borró las huellas del presunto asesino envolviendo el cuchillo en la sotana.
—Puede ser… Comprenda, Cañeque, estaba muy nervioso.
—Y ahora, ¿qué hacemos, reverendo? ¿Me va a decir el nombre de su frustrado asesino?
—Verá, inspector… El hombre estaba confesándose conmigo cuando debió de sufrir una enajenación mental o un ataque de locura o yo que sé… El caso es que se abalanzó sobre mí, cuchillo en mano, por la parte delantera del confesionario…
—Entonces usted pulsó la alarma y el tipo, sorprendido por los efectos especiales de luz y sonido, falló en la diana y salió echando leches camino de la calle, olvidándose el cuchillo por culpa del susto.
—Es usted un sabio, Cañeque.
—Una vez comprobado que doña Eustaquia e hija no fueron víctimas del mismo agresor que intentó a usted rebanarle el cuello, no hay motivo para acusar y llevar ante la justicia a un pobre chaval, delincuente habitual aunque de poca monta. Dios aprieta pero no ahoga a los malos, que siempre deben de tener una segunda oportunidad para rehacer su vida, ¿verdad?
—Así es, inspector.
—En consecuencia, no tenemos acusación y por tanto debe cerrarse la investigación y el presunto intento de asesinato. Todo fue una falsa alarma.
—Secreto de confesión, Cañeque. Diga en su informe que los hechos ocurrieron como ha deducido sabiamente pero que al final impera el perdón de los pecados y el propósito de enmienda.
—Lo segundo habrá que preguntárselo a Jaime el Rubio.
—No sé quién es ese. Cierre el caso, Cañeque. Y ahora, discúlpeme, pero la pesada de doña Eustaquia me espera en el confesionario.