—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Piquito en el día después (1)

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La madre entró en la habitación del pequeño piso de aquella barriada de viviendas de protección oficial y abrió la ventana para que entrara el aire fresco de la tarde del lunes. No era un lunes cualquiera. Era el lunes posterior al ascenso del Rayo. Y su hijo había sido el artífice del histórico logro. La habitación olía a humanidad, y a tabaco, y a humedad… pero a humedad olía siempre…

El chaval dormía, acurrucado, en calzoncillos, tapado solamente por una sábana. Había llegado pasadas las nueve de la mañana, borracho como una cuba. Pero, ¿podía una madre en su sano juicio reprender a un hijo así por aquel desliz?

» Aunque llamaba de usted a su madre utilizaba con ella las palabras más coloquiales, pero siempre sin perder un punto de respeto.

—Piquito, hijo, levanta, que ya son más de las cinco…
—Coño, madre, no me joda…
—Venga, hijo, que vas a cambiar el sueño. Sal a despejarte y a disfrutar de este día. Tus amigos están haciendo cola en el portal, y no dejan de preguntar por ti.

Aquello fue como un resorte. A Piquito le gustaba la fama. O al menos aquella familla que tenía en el barrio. Aunque ahora sería conocido, si no en toda España sí al menos en toda la Comunidad de Madrid. Y en el barrio Piquito era un dios. Y no un dios cualquiera, no. Era el dios. Pero un dios entrañable, eso sí.
—Venga Piquito, hijo. Levanta…
Ya’stoy despierto madre. Pero me zumba la cabeza mogollón.

Piquito había sido educado a la antigua usanza. O más bien su madre lo había intentado. Aunque llamaba de usted a su madre utilizaba con ella las palabras más coloquiales, pero siempre sin perder un punto de respeto. Entre ambos había mucha convivencia solitaria y personal.

Inmaculada era madre soltera. “Toda una ironía”, le había soltado su padre –el abuelo de Piquito–, que se desentendió de su hija, huida a la ciudad según él, y a la que algún desaprensivo había preñado a las primeras de cambio. Y la tonta (seguía razonando el abuelo) se había negado siempre a desvelar la identidad del padre.

El caso es que la joven madre soltera había conseguido, no sin penurias, sacar adelante a su hijo. Piquito no conocía a su padre, pero sí conocía a su abuelo. En principio el viejo se había negado a recibir a Inmaculada en el lar familiar –“la vergüenza de la familia”, le había espetado–, pero una vez que conoció al zagal con motivo de una enfermedad que postró a Inmaculada, obligándola a enviar al crío al pueblo, el abuelo y el chico se hicieron inseparables. Si no físicamente sí en lo anímico. Piquito era la viva imagen del vejestorio cascarrabias, que mal que bien había dado el brazo a torcer.

Y desde que su nieto era famoso, o más aún, era un ídolo en todo Mospintoles y alrededores, el abuelo no dejaba de pregonar que aquel chiquillo era sangre de su sangre.

(Continuará…)