—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

De sorpresa en sorpresa (1)

Una semana de infarto – cuarta parte
(¿Quieres leer antes la primera parte…?)

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La mañana del miércoles transcurría bastante plácida en el Instituto. El grave incidente del lunes ya era historia aunque aún quedaban algunos rescoldos que apagar. El órgano máximo del profesorado publicaba hoy en la prensa local un comunicado que había levantado ampollas en ciertos sectores de la Administración de Mospintoles y de la capital. En él se decía que la agresión a varios profesores era una más de las que habitualmente sucedían en los centros de enseñanza y a las que la Administración daba la callada como respuesta. Sí, se venía insinuando con considerar las agresiones a los docentes como un ataque a la autoridad, lo cual podría agravar las penas de los culpables, pero el tiempo pasaba y aquello era otra promesa incumplida.

» No hay más que cuervos fuera de este recinto. Bueno, tampoco estoy muy seguro de que no haya también algunos aquí dentro.

“No legislar en caliente” era la justificación dada, pero rara era la semana en que no se producía algún incidente en cualquier instituto o colegio de la Comunidad por lo que el asunto siempre estaba “caliente”. Desde la Consejería de Educación habían llegado las quejas por el alto voltaje del escrito en forma de llamada a Belmonte, el director. Este se defendía señalando que era un texto consensuado por todos los profesores y que él no podía censurarlo, a pesar de que no comulgaba con muchas de las cosas que allí se decían. Tras colgar el teléfono convocó a su equipo directivo y les dijo:
—Estad en guardia y tened todo a punto y en orden porque la Inspección va a venir a meternos un puro con el más mínimo pretexto.

Poco después recibió la llamada de Segis, el alcalde. El regidor echó una filípica a Belmonte porque el escrito del Instituto señalaba también que las medidas de seguridad solicitadas al Ayuntamiento para que varios números de la Policía Local vigilasen las entradas y salidas así como los recreos (había rumores de venta de droga, cerca de la valla) nunca se habían llevado a cabo. Belmonte cogió un fuerte rebote con el alcalde porque este, personalmente, y en varias ocasiones, le había prometido esa vigilancia aunque nunca había llegado a materializarse. Segis se limitó a decir que con la crisis no había presupuesto para ampliar la plantilla y esta ya era escasa para atender todos los problemas que había en la ciudad. Además, le dijo textualmente, “el Instituto lo que tiene que hacer es cerrar las puertas minutos después de la hora de entrada y no abrirlas hasta el momento de la salida, ni siquiera en el recreo”. Belmonte le dijo que eso no podía ser y el alcalde respondió que tampoco podía ser lo de la policía. Tras acabar la entrevista telefónica como el rosario de la aurora, Belmonte volvió otra vez a convocar a su equipo:

—Estad en guardia y tener todo a punto y en orden porque la Inspección municipal va a venir a empapelarnos con el más mínimo pretexto o chorrada.
—Pues no veas cómo se van a poner cuanto lean el comunicado de la AMPA
–dijo el secretario.
—¡Ostras, la AMPA!
–Belmonte se llevó las manos a la cabeza–. Dios mío, lo que puede salir de ahí… ¿Y por qué no me habéis dicho nada? Yo habría intentado dulcificar la cosa, que tampoco es para tomárselo así, oye, que un descerebrado entre tanto padre y madre decentes no es sino la excepción. Joder…
—¿Lo dices porque hemos salido en todas las televisiones, radios y periódicos regionales a cuenta de la navaja de ese Remigio? –preguntó la jefa de estudios, aunque ya sabía la respuesta de Belmonte.
—Lo digo porque no hay más que cuervos fuera de este recinto. Bueno, tampoco estoy muy seguro de que no haya también algunos aquí dentro.

Justo en ese momento le pasaron a Belmonte la llamada de la presidenta de la AMPA. Sus más cercanos colaboradores salieron del despacho cruzándose con don Faustino en el pasillo. El viejo profesor llevaba toda la mañana dando clase en el Instituto. Era su día más ajetreado de la semana. Acababa de empezar el recreo y decidió ir a ver al director. Desde el lunes no había vuelto a saber de Carlos, el profesor de gimnasia, y tenía curiosidad por saber qué había sido de él. Cuando entró en el despacho Belmonte seguía hablando por teléfono. Por la voz se le notaba cansado y harto. A una señal de don Faustino de que luego volvería, el director del Instituto Fernando Orejuela le hizo señas de que entrara y se sentase. Así lo hizo don Faustino mientras Belmonte prosiguió la conversación telefónica. Era evidente su deseo de que el viejo profesor escuchase lo que se traía entre manos.

—En resumen, doña Juana, que a usted y a mí nos han metido un gol con ese escrito de la AMPA. Como presidenta usted debería haberlo leído antes de firmarlo y, por supuesto, debería habérmelo presentado antes de darlo a la prensa. Sí…., ya… ya…, si lo entiendo… entiendo que varios miembros de la junta directiva han abusado de su confianza pero para eso estoy yo, para unir voluntades, para limar asperezas… sí… sí, por supuesto… si ya sé que usted está hasta el peluquín de algunos de sus colaboradores. Claro…. claro… usted se metió en esto para trabajar por el bien de los críos y echar una mano y, en cambio, hay gente que sólo se ha metido ahí por motivos políticos o para fastidiar… Ya lo sé…, sí, ¿cómo?… ¡no me abandone en estas circunstancias, mujer! Espere a finalizar su mandato, doña Juana, así me dará tiempo a buscar a alguien de confianza que pueda sustituirla. Ya sé, sí… que sí, mujer, que usted no ha tenido la culpa de nada pero imagínese la que tengo yo y hoy me han puesto a caldo en la Consejería y en el Ayuntamiento. Imagínese la que me espera cuando esa nota de la AMPA vea la luz pública mañana en los periódicos. Ah, que esta noche… ¿cómo…? ¿Susana Crespo…? la periodista de “Radio Pelota”, sí… ¿y qué pinta en esta historia? Ah…, sí, en primicia leerá la nota en el programa… que dios nos coja confesados… Sí…, sí… doña Juana, usted tranquila… sí… sí… no, no se preocupe que usted no tiene culpa de nada, déjelo todo en mis manos… bueno, hasta luego, adiós… ¡Uf, qué pesada la pobre mujer! Más que una vaca en brazos…

Don Faustino se quedó mirando a Belmonte en espera de que éste abriese de nuevo el pico. Y lo abrió:
—Doña Juana, la presidenta de la AMPA… Sí, muy buena mujer, la tienes dispuesta para cualquier cosa que haya que hacer por el Centro pero la pobre de tan buena es tonta.
—Pues bien que la engatusaste para que se presentara…
—Acerté en su bondad, sana disposición y fidelidad, pero erré en su tontura…
—Todo no se puede tener, Belmonte.
—Pues ya has oído. Esta noche esa tal Susana leerá la nota en su programa. Así que mañana por la mañana me van a caer rayos y truenos nada más llegar aquí. Me la ha leído y es un desastre, don Faustino, un desastre y una exageración… Si hoy me han llamado la atención por el comunicado de los profesores comentando lo del lunes…
—Libertad de expresión, Belmonte, equivocada o no…
—De eso no entienden ni en la Consejería ni en el Ayuntamiento. Se creen que yo aquí puedo controlar y silenciar a todo bicho viviente, como hacen ellos en sus chiringuitos respectivos. ¡Me echan a mí la culpa del puñetero comunicado!
—Ni caso, Belmonte. No permitas que te levanten la voz ni que te ninguneen… Por cierto, no he visto a Carlos y quería saber qué pasa con él. ¿Ha cogido una baja por unos días, como es habitual en estos casos, o qué?
—Le han dicho que no aparezca por aquí en una semana hasta que todo se calme. He tenido que convencerle y hasta amenazarle con que no quiero verlo en el Instituto en ese tiempo. Otro que tal, más duro de mollera que la cáscara de una almendra… Aquí todo el mundo con su rollo… y yo a comerme los marrones de todos.
—Pues haz lo que yo hice cuando estuve en la dirección y llegué también a esa misma conclusión. Cuando acabó mi mandato les hice un corte de mangas a todos y me largué. Y mira qué contento estoy…

* * * * * * * * * * *

A las dos de la tarde don Faustino acabó su jornada laboral. Normalmente se quedaba una media hora ordenando cosas en el aula o haciendo algunas anotaciones pero esta vez tenía prisa. Había quedado a primera hora de la tarde con Sebastián Matute para ver un coche de segunda mano que tenía en el taller y cuyo dueño lo vendía, al parecer, a buen precio. Luego quería pasarse por el Complejo Deportivo para relajarse un poco en la piscina y, finalmente, acudiría al Bar Manolo para charlar con su amigo y echarse una partida de ajedrez consigo mismo. Cientos de chavales salían por la puerta del Centro al mismo tiempo que él. Algunos se hacían los remolones en la acera, esperando a sus compañeros. Otros se montaban en coches que estaban esperándoles para llevarles a casa. Los más, caminaban lentamente entre risotadas y tonterías. Prefirió alejarse de la aglomeración y tomó para ello una calle lateral por donde estaba prohibido el tráfico. En quince minutos de caminata tranquila estaría en casa. No era aquel su recorrido habitual pero esta vez prefirió realizar ese trayecto aunque fuese más largo.

Mientras caminaba iba mirando con detalle a su alrededor. Aquella calle, triste y solitaria, olía mal. Estaba sucia, con numerosos folletos publicitarios esparcidos por el suelo. También había cacas de perro y algunos salivazos. Varias papeleras estaban arrancadas de cuajo y casi todas las paredes aparecían emborronadas con grafitis ridículos. No era la única calle de la ciudad que se encontraba en circunstancias tan lamentables, pese a que el centro no estaba muy lejos de ella. Recordó su compromiso con la candidatura de María Reina de cara a las próximas elecciones municipales y anotó mentalmente que esa calle debía ser una prioridad antes que otras. Su estado de abandono siempre le provocaba malestar cuando decidía atravesarla, cosa que solía evitar. Pasó por delante de varios contenedores de basura que echaban un olor nauseabundo. Por si fuera poco, varias bolsas estaban en el suelo, abiertas. O mala educación de algunos pésimos ciudadanos o el típico paria que había estado hurgando en el contenedor en busca de algo de valor y allí había abandonado los despojos de su búsqueda. Un poco más adelante parecía que varios jóvenes estaban entretenidos en hacer ruido.

Don Faustino siguió andando. Cuando llegó a la altura de los chavales comprendió el objeto de la escandalera. Dos de ellos estaban tirando petardos en el interior de una papelera, quizás la única que todavía estaba viva en aquella asquerosa calle. Otros dos acababan de encender un trapo y estaban abriendo un contenedor con la intención de introducirlo dentro. El viejo profesor los vio tan entretenidos con sus fechorías que ni se habían dado cuenta de que él se acercaba. En realidad la llegada de aquel hombre mayor les importaba tres cominos.
—¿Qué demonios estáis haciendo? ¡Es mobiliario urbano de todos!
—¿Y qué? –le espetó chulescamente el que parecía mayor. No pasaría de los 18 años, según le echó cuentas el profesor.
—Esa papelera y ese contenedor lo han pagado vuestros padres, la gente de la ciudad… No os hacen ningún daño…
—¿Y qué? –le volvió a repetir el mismo chulo de antes mientras que sus tres colegas se situaban estratégicamente alrededor de don Faustino.
—Si no sabéis cuidar vuestra ciudad no merecéis vivir aquí…
—¿En dónde merecemos vivir entonces, viejo?
—¡En el infierno!

En ese momento comenzó a salir humo del contenedor de basura. Los jóvenes se miraron unos a otros dudando qué hacer. El que era más pequeño de estatura hizo un gesto diciendo que había moros en la costa. En efecto, al final de la calle se veía una pareja de policías locales que venían hacía donde ellos se encontraban, seguramente alertados por algún vecino que había oído los petardazos. En cuestión de segundos el contenedor empezó a arder y en cuestión de microsegundos aquellos zánganos salieron corriendo que se las pelaban en dirección contraria a la de los agentes. Don Faustino siguió su camino, imperturbable, y se topó con ellos.

» El viejo profesor los vio tan entretenidos con sus fechorías que ni se habían dado cuenta de que él se acercaba. En realidad la llegada de aquel hombre mayor les importaba tres cominos.

—¿Está usted bien, señor?
—Un poco ahumado, agente, pero bien. Celebro verles por aquí.

Don Faustino se despidió amablemente y prosiguió su camino mientras los municipales llamaban a los bomberos. Entonces empezaron a temblarle las piernas. Acababa de darse cuenta que había cometido una gran imprudencia. Aquellos cuatro jóvenes le podían haber dado un susto de muerte. Y todo por una papelera medio rota y un sucio contenedor… Mientras oía a lo lejos el sonido de una sirena hizo memoria sobre la fisonomía de aquellos gamberros. Sólo se había quedado con el rostro de quien le había chuleado. Una cara en la que nada destacaba por encima de la normalidad. Sólo un piercing negro, en forma de cruz, que colgaba de su oreja derecha. Conforme avanzaba en dirección a la avenida principal que cortaba aquella calle tan sórdida, la sirena se hizo más cercana. Fue en ese momento, justo cuando aparecía a toda pastilla una camioneta de bomberos, cuando cayó en la cuenta que otro de los jóvenes, aquel que había alertado por señas a los demás sobre la llegada de la pareja de municipales, tenía una gran cicatriz en la mejilla izquierda.

(Continuará…)