—[una serie en la suburbe madrileña]—Crónicas (deportivas) de Mospintoles

Real como la vida misma (4)

(Lee la entrega anterior)

»Corro con el agua, y me meto con mis náuticos entre las cenizas aún calientes. Náuticos echados a perder, porque no creo que se les quite el olor a humo que han cogido. Echo el agua aquí y allí y vuelvo a por más. En esas, sin saber de dónde sale, me topo con Torcual, que vestido de punta en blanco camina hacia el motor para activar la bomba. Por fin tenemos agua, y con la manguera, entre los dos hombres del todoterreno y yo, conseguimos sofocar el fuego en los dos frentes que iban avanzando hacia otra construcción un poco más arriba. Desde allí, el fuego, de haberse agigantado, hubiera podido saltar a una masa boscosa y llegarse a las viviendas de la aldea lindante.

» La manguera, una goma de riego doméstico, caía una y otra vez sobre el suelo caliente, y teníamos que irla elevando para que no se fuera a derretir al contacto con el calor.

»En la refriega veo al otro vecino de la zona que se ha llegado con sus hijas a ver lo que pasaba, pero que no se mete en la finca y sin embargo da órdenes desde fuera. Yo ya empiezo a temer que estaba haciendo el idiota: negro de hollín, medio desnudo, sin peinar, y con unos náuticos que no evitaban que me llegara el calor abrasador del suelo recién quemado a los pies. Para colmo, cuando comenzamos a echar agua en los rescoldos, aquello se hizo todo una tizne que, como digo, no doy un céntimo por volverles el pelo a mis náuticos.

»Nuestra batalla con el fuego duró unos minutos, tal vez ocho o diez. Más vecinos llegaban a ver si podían ayudar, pero bien porque todo estuviera controlado, o bien porque no querían ahumarse, nadie más que los del todoterreno, que venían calzados con botas, y yo, estábamos en aquel suelo convertido en caldera.

»Como ya he dicho, Torcual accionó la bomba y con el agua conseguimos extinguir el fuego. La manguera, una goma de riego doméstico, caía una y otra vez sobre el suelo caliente, y teníamos que irla elevando para que no se fuera a derretir al contacto con el calor. Las manos estaban negras de tizne, y era prácticamente imposible evitar que la goma me rozara el cuerpo. Quedé ahumado, renegrido, sudando, y con mi calzado echado a perder. Felizmente la goma tenía la longitud adecuada para llegar al otro extremo de la finca colindante y extinguir las llamas. Sofocado el fuego, y evitada una posible catástrofe, nuestras caras se distendieron y empezamos a sonreír entre nosotros, un servidor y los del todoterreno.

[Continuará…]